Dos mil quinientos años atrás, Tucídides advertía que los más fuertes determinan lo posible y los débiles no tienen más remedio que aceptarlo. La secuencia de las expansiones imperialistas a lo largo de la historia así lo confirman. Por lo menos así parecía hasta que casi destruimos el planeta con la segunda guerra mundial (Hiroshima y Nagasaki, el Holocausto), y sus secuelas en la guerra fría (misiles termonucleares de la OTAN en Turquía bajo las narices de los rusos y los de la Unión Soviética en Cuba a noventa millas del territorio norteamericano).
Podríamos pensar que, después de esa confrontación, la humanidad maduró. La ONU diría que sí. La Carta de San Francisco consigna los principios, junto con los derechos y obligaciones, que signan un orden global para la convivencia y bienestar del colectivo humano. Las estructuras jurídicas del ordenamiento internacional tienen en la mira la regulación de los poderes de los Estados, la cooperación pacífica y la protección de los intereses fundamentales de la comunidad internacional. Pero no siempre dan en el blanco.
La invasión del Presidente Putín a Ucrania es la afirmación de que el más fuerte todavía define lo posible. El realpolitik de Putín no admite una Ucrania bajo la OTAN (otra vez en sus narices), ni limitaciones de acceso al estratégico Mar Negro. Maquiavelo nos diría que “el fin justifica los medios”. En contraste, Ucrania ejerce su pleno derecho a tomar decisiones soberanas en el marco del derecho internacional, pero no tiene los medios para tal fin.
El conflicto pareciera irreconciliable, solo superable mediante el uso de la fuerza. Quién se daña más con las sanciones sobre la energía rusa todavía está por verse. Mientras tanto, más Estados se involucran y la guerra arrecia pari passu con la ironía de que la Federación Rusa es miembro permanente del Consejo de Seguridad. Recordemos que en ese órgano recae la responsabilidad primaria para el mantenimiento de la paz y seguridad internacional.
En el desarrollo de conflictos internacionales, muchas veces se negocian plazos en los cuales la solución evoluciona por etapas. Es difícil negociar la limitación de decisiones soberanas, aunque sea temporalmente; pero en ciertas circunstancias es muy fácil terminar con un país destruido.
Las organizaciones internacionales deberán retomar su papel de ordenadores de los intereses soberanos, compatibilizarlos para el bien común, negociar entendimientos y procurar que la razón, la moderación y la tolerancia sirvan de brújula de cara a los desafíos de hoy. A dos mil quinientos años del pensamiento de Tucídides, nos toca redefinir los términos ya no de nuestra convivencia, sino de nuestra supervivencia.