20 Nov. al 18 Dic.

El jugador más triste de los mundiales

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Óscar Flores López

A Moacir Barbosa se le escurrió el balón de las manos, como una novia que se niega a recibir el primer beso, que se levanta de la banca y cuando volteás a ver, ya no está.

El disparo del uruguayo Alcides Ghiggia se acababa de colocar por el único espacio que había entre el poste izquierdo y el portero brasileño.

El choque del balón contra la red provocó un golpe seco, ¡Pac!, que le provocó a Barbosa un escalofrío en la espalda que solo se le quitó hasta que dio el último suspiro de su vida.

¡Gol!

Era el minuto treinta y cuatro del partido que definiría al campeón del mundo de 1950, y se hizo un silencio en el Maracaná que se podían escuchar las lágrimas de los torcedores cuando se estrellaban contra el concreto.

Nunca hubo en la historia un funeral con tantos dolientes como el de aquel domingo de aquel 10 de julio. Brasil, que solo ocupaba el empate para alzar la Copa Jules Rimet, de repente iba perdiendo dos a uno.

(Friaca hizo el 1 a 0 a favor de los locales; Schiaffino empató; Ghiggia liquidó).

Barbosa se levantó con dificultad, como si el peso del estadio hubiera caído de repente sobre sus hombros.

Esa tarde, Uruguay se coronó campeón del mundo y la vida de millones de brasileños no volvió a ser igual. Pero nadie sufrió más que Moacir Barbosa.

Aunque siguió jugando unos años más en la selección brasileña y en su amado Vasco Da Gama, Barbosa recibió algo peor que la cadena perpetua: el rechazo de su país.

«La pena máxima en Brasil por un delito es de treinta años, pero yo he cumplido condena durante toda mi vida», se lamentaba Barbosa.

A partir de los siguientes Mundiales, todos los porteros de Brasil fueron blancos: Castilho, Gilmar, Félix, Leao, Pérez, Taffarel… Hasta que llegó Dida y quedó campeón… sin jugar un solo segundo.

Para colmo de males, o, como decimos en Honduras, para ponerle sal a la herida, a Barbosa le hicieron un regalo que más bien fue insulto: la portería en la que Schiaffino y Ghiggia le hicieron el gol.

Los gerentes del Maracaná acababan de reemplazar la vieja portería de madera y se les ocurrió enviarla a la casa de Barbosa.

Del enojo, Barbosa la quemó, aunque conservó un pedazo que sus hijos más tarde iban a subastar.

Falleció en 2000, cincuenta años después del Maracanazo, triste y pobre, acechado por el fantasma de aquel gol…

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