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El final y la prisa

Víctor Meza

Tegucigalpa. – Cada final tiene la prisa que le corresponde, suelen decir los que saben de estas cosas. Es una afirmación que se comprueba, como siempre, en la práctica cotidiana que, quiérase o no, sigue siendo el mejor criterio de la verdad. Y si esto es así para los hechos simples o complejos del diario vivir, lo es con mayor razón cuando de la política se trata, sobre todo si en ello se va la vida o la muerte de un régimen en descomposición creciente.

A los ejemplos vamos: el gobierno actual, condenado a someterse a la prueba de las urnas en menos de tres meses, siente y presiente que el final puede estar cerca, que el momento crucial menos deseado, como un reloj de arena que se vacía ante sus ojos, está a punto de concluir cada vez con un ritmo más acelerado. Es la hora cero.

La tradición de nuestro deteriorado y cuestionable sistema político nos enseña que sus estructuras, débiles ya de por sí, tienden a debilitarse más y a volverse cada vez menos funcionales en la medida que se acerca el momento de la prueba electoral. Cada cuatro años, el Estado entero entra en una especie de parálisis institucional, una fase de inmovilismo gradual que ralentiza su funcionamiento y evapora su presencia y desempeño. El burócrata se vuelve más cauteloso que de costumbre y evade asumir responsabilidades directas; los Ministros se las ingenian para eludir compromisos estratégicos y regatean su firma ante cualquier documento oficial, mientras negocian de antemano su futuro postelectoral. La cooperación externa detiene o disminuye los flujos y los desembolsos de la ayuda comprometida, mientras sus diplomáticos agudizan la vista para vigilar el destino inmediato de los fondos ya entregados.

El funcionario corrupto es el que más actividad despliega y el que con mayor ahínco se esmera por ejecutar los presupuestos y obtener los recursos para los proyectos en marcha. Es el más activo porque es el que tiene mayor prisa y urgencia por acumular los que pueden ser los últimos recursos de su ilícita fortuna. Se apresura porque no sabe cuál será su inmediato destino, ya sea que gane o pierda en la ruleta electoral. Si su partido gana, espera haber quedado en la facción afortunada, junto a los vencedores; si su partido pierde, razón de más para acelerar el ritmo de la acumulación corrupta. En ambos casos, la suerte del corrupto está signada por la prisa y el desmesurado afán acumulador.

Esto ha sido y es así en todos los gobiernos que, para bien o para mal, han manejado los destinos de Honduras en la historia contemporánea del país. En algunos más que en otros, por supuesto, pero siempre ha sido así. La cercanía del final, sobre todo cuando la incertidumbre es muy grande y el desenlace es incierto, se convierte en estímulo adicional para la corrupción generalizada y el incontrolable festín con los fondos que sobran.

Fue un gobernante sudamericano el que dijo aquella frase memorable al tomar posesión de su cargo y comprobar el estado en que encontraba al país: “Hay corrupción arriba, abajo y en medio. El de arriba se lleva todo lo que puede y el de abajo busca lo que queda…” Es triste y vergonzoso, pero es así.

Si revisamos con ojo crítico la secuencia de los pequeños, medianos y grandes escándalos de corrupción de los últimos meses, esos que se denuncian hoy y se comienzan a olvidar mañana, comprobaremos no sin cierto desaliento que el país está siendo sometido a una especie de saqueo global. Vivimos una fase de rapiña y atraco colectivo contra el Estado y la sociedad, marcada por la prisa que tienen los corruptos por apropiarse de los bienes públicos. Su alocado afán no respeta ni los límites del sigilo ni la frontera del cinismo; les da lo mismo que los descubran y señalen, no les importa el juicio ético ni la vindicta pública. La prisa, en este caso, se vuelve estímulo para la voracidad del corrupto, en la misma medida que la cercanía del final atiza el ánimo y desboca la codicia. Es el momento del ¡sálvese quien pueda!

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