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El eco del Chivo

Por: Lisandro E. Marías

La democracia no se erosiona en un solo día, ni con un solo hombre. Se pudre en cadena: cuando el lenguaje se vuelve amenaza, cuando el Congreso se vuelve coro y cuando el presidente de ese Congreso, que debería custodiar la pluralidad, decide someterse como un actor secundario en el teatro del poder.

A Luis Redondo, Presidente del Congreso Nacional de Honduras, le gusta hablar por cadena nacional. No como estadista, no como representante del pueblo hondureño, sino como un emisario de quienes han decidido confundir Gobierno con régimen. Su discurso, de tono encendido y forma beligerante, parece redactado en alguna oficina donde la democracia es vista como un estorbo, y no como el suelo fértil donde debe crecer la política.

Escucharlo es recordar, inevitablemente, a La Fiesta del Chivo. No por la magnitud del terror —aún estamos lejos, aunque avanzamos—, sino por la mecánica moral del sometimiento. En la novela de Mario Vargas Llosa, los más temibles no eran siempre los dictadores, sino los obedientes. Aquellos funcionarios sin rostro propio, que preferían traicionar la institucionalidad antes que incomodar al tirano. Eran ellos quienes organizaban los silencios, quienes aplaudían a tiempo, quienes redactaban los discursos del poder absoluto, y los leían sin pestañear.

Luis Redondo, desde la presidencia del Congreso, no preside. Ejecuta. No representa. Repite. Es el eco funcional de un poder que lo ha instrumentalizado, que lo utiliza como una herramienta para eludir los límites institucionales que impone la República. Como en la República Dominicana de Trujillo, lo peligroso no es solo el centro autoritario, sino su periferia cómplice. Es esa élite pequeña, cortesana y servil la que termina vaciando de sentido las instituciones, hasta convertirlas en cascarones que suenan fuerte, pero no contienen nada.

¿Qué sentido tiene un Congreso que ya no legisla con independencia, que amordaza el disenso y que gira al ritmo del Ejecutivo? ¿Qué valor tiene un presidente del Legislativo que usa cadenas nacionales no para rendir cuentas, sino para lanzar amenazas veladas?

La historia latinoamericana está plagada de presidentes del Congreso que no entendieron su papel. Y la hondureña parece no estar dispuesta a aprender de esos errores. Las cadenas de Redondo no son un acto de autoridad, sino de subordinación. Un espectáculo que recuerda los peores vicios del presidencialismo autoritario: cuando el Legislativo se convierte en un apéndice de la voluntad del poder central.

Hay algo profundamente trágico en ver cómo se desvanece la posibilidad de construir una democracia deliberativa, participativa, moderna. Algo duele cuando el discurso político adopta el tono del miedo, cuando la institucionalidad se llena de voces que solo sirven para amplificar una sola.

Luis Redondo no es Trujillo, por supuesto. No es dictador, pero tampoco demócrata. Es el tipo de personaje que Vargas Llosa retrata con maestría: el que, desde el miedo o la conveniencia, renuncia a su autonomía moral para hacer posible la perpetuación del poder arbitrario.

Y como toda fiesta del Chivo, la historia luego se cobra el silencio de los cómplices.

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