En 1947 Winston Churchill dijo sobre la democracia: «Muchas formas de gobierno han sido probadas y se probaran en este mundo de pecado y de dolor. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. De hecho, se dice que la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las otras que se han probado a lo largo del tiempo». El estadista conocía de sus peligros y debilidades, sin imaginar el talón de Aquiles que terminaría mostrando ante la llegada de las tecnologías de la comunicación y el Big Data. Una sociedad que le agradeció liderar la victoria del Reino Unido sobre la Alemania nazi dándole la espalda en las urnas. Al conocer su derrota confesó: “Esta es la democracia por la que tanto he luchado”.
El presidente John F. Kennedy expuso la crudeza del problema: «La ignorancia de un votante en una democracia perjudica la seguridad de todos». Refiriéndosea la necesidad de que las sociedades tengan educación y formación intelectual para que las democracias funcionen y se fortalezcan, evitando sean manipuladas para beneficio de grupos de poder económico y político. Si el voto es la expresión de una sociedad libre, el eslabón más débil de una democracia se encuentra en la ignorancia de su electorado. Problema relacionado con las capacidades, no con la dignidad de las personas. Ser iguales en dignidad no implica tener derecho a ocupar cargos de responsabilidad careciendo del conocimiento y la experiencia pertinente. Nadie se sube a un autobús cuyo motorista carezca de licencia y no sepa conducirlo. Pero en política esa lógica no aplica porque las emociones cortocircuitan el razonamiento. Miremos el problema desde los hechos consumados, por ejemplo, llegar a la presidencia con la formación intelectual de un conductor de autobuses, como ocurrió en Venezuela. Tarde descubrieron el engaño los ignorantes que le votaron, porque seis millones de emigrantes y refugiados ya abandonaron el país. A eso se refería JFK.
The Economist publicaba en 2015 un informe sobre el deterioro que experimentaban las democracias occidentales, tanto en Europa como en America: «La amenaza proviene del sentimiento de temor que inspiran las reacciones de la gente corriente y de las élites políticas. Una creciente ansiedad está minando la democracia, ante los riesgos de tipo económico, político y social. Las élites políticas están preocupadas por su incapacidad para mantener el contacto con el electorado y temen el desafío de los partidos populistas». Seis años después, el informe quedó ampliamente superado en sociedades machacadas por la pandemia. Aprovechando la crisis aparecen libertadores, profetas de calamidades ajenas, verborreando un discurso negativo que no requiere conocimientos, utilizando la demagogia y consignas populistas, ofreciendo el paraíso a electores con carencias materiales y limitaciones intelectuales. Agarrado el poder, lo primero que hacen es cambiar las reglas del juego articulando una pseudodemocracia a la medida. Nicaragua como ejemplo.
Siendo el pueblo el titular de la soberanía, sorprende la apatía para ejercer su derecho constitucional del voto. La clase política es responsable del declive de la democracia, incapaz de renovarla para responder a las demandas de una sociedad que nada quiere saber de sus obligaciones inherentes. Desconfianza en las instituciones y los gobernantes; hartazgo del discurso derrotista de la oposición vacío de propuestas; exaltación de las supuestas cualidades de los candidatos, trileros incapaces de debatir públicamente sus ideas y propuestas de “corta-pega”; corrupción endémica entre políticos y empresarios; manipulación de la opinión pública desde las redes fecales, y medios hipócritas que se autodenominan neutrales; son algunos motivos para alejarse el pueblo de las urnas, al no sentirse implicado en la gobernanza, ni tampoco titular de la soberanía popular.
Esto sucede porque profetas encaramados al pedestal se autoproclaman representantes del pueblo, arrogándose el derecho divino de hablar en su nombre, usurpando la titularidad de la soberanía popular que nadie les delegó. En consecuencia, el soberano desplazado deja de ejercerla y se aleja. En esas condiciones, la democracia representativa se convierte en un esperpento, y el votante pasa a ser una comparsa necesaria en cada proceso electoral para rellenar el expediente, regresando al ostracismo el resto de la legislatura. Dice el historiador Emilio Gentile que si la democracia es el poder del pueblo soberano y el pueblo soberano ya no tiene el poder, la democracia se convierte en otra cosa, y en otra cosa se convierte el pueblo “desoberanizado”.