
A finales del siglo XIX, la humanidad se enfrentaba a un serio problema sanitario: el estiércol de caballo. Europa era, todavía, la única región desarrollada en el planeta. Las ciudades crecían desenfrenadamente, la población urbana se disparaba y, dado que el medio de transporte principal eran los coches de caballos, los excrementos se acumulaban peligrosamente causando hedor, enfermedades respiratorias y epidemias.
Los sabios de entonces, que proyectaban una gigantesca explosión demográfica a lo largo del siglo XX, predijeron una crisis ambiental sin precedentes y prácticamente anunciaban el fin del mundo.
Han pasado más de 125 años y el temor a morir sepultados por excretas ecuestres ha desaparecido. En los primeros años del siglo pasado, un nuevo invento revolucionó la industria del transporte: el motor de combustión hizo que los coches a caballo y otras alternativas mediante conducción animal quedaran descontinuados.
Uno de los grandes errores que cometen los analistas del desarrollo en todas las épocas, es obviar el poder de la innovación tecnológica. La historia está llena de ejemplos y el de la apocalíptica predicción del excremento equino es solo uno de ellos. Lo que hace que el mundo avance y experimente el bienestar que hoy tenemos, es precisamente el poder de la creatividad humana.
Precisamente por traernos a esta importante reflexión es que la Academia de Ciencias de Suecia otorgó este año el premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, a tres destacados científicos sociales que han dedicado su vida académica a estudiar con rigurosidad el crecimiento económico basado en la innovación.
“¿Debemos temer o desear las revoluciones tecnológicas?” Se pregunta Philipe Aghion, uno de los galardonados. Por un lado, es natural que la gente tenga miedo a cambiar. Las máquinas han sustituido el trabajo humano y lo seguirán haciendo en el futuro. Esto significa que muchas personas perderán su empleo y, por ende, su forma de vida. Si no se reinventan están condenados a la miseria.
¿De qué viven ahora las muchachas que en los años 80’s se graduaban de secretarias en el Instituto Alfa o el Minerva en Tegucigalpa? Ellas, que con tanto ahínco aprendieron taquigrafía, que escribían en sus “Smith Corona” con pericia, de repente quedaron sin trabajo a comienzos de los 90’s. la revolución de la computadora personal les obligó a rehacerse, a buscar nuevas maneras de ganarse la vida.
Lo que Mokyr, Aghion y Howitt nos demuestran con sus estudios, es que la capacidad de crear nuevas tecnologías es la principal explicación del avance humano hasta ahora, aunque a su paso ha destruido millones de empleos. En otras palabras: la innovación y la tecnología provocan pérdidas y ganancias, pero estas últimas son siempre mayores que las primeras.
El término “destrucción creativa” fue acuñado en 1942 por el economista austríaco Joseph Schumpeter, y describe el proceso por el cual nuevas tecnologías reemplazan a las antiguas, transformando la economía. El profesor Schumpeter explicaba que las innovaciones surgen por generación espontánea, los ganadores del Nobel, en cambio, nos dicen que el crecimiento mediante innovación no debe darse por sentado.
En efecto, países como China, Corea del Sur, Estonia e Irlanda, han experimentado verdaderas revoluciones tecnológicas en los últimos 40 años, que les convierten en la punta de lanza del desarrollo mundial. Ello no fue casual. Dichos cambios surgieron de la voluntad firme de sus sociedades, sobre todo de sus liderazgos, por impulsar sistemas educativos disruptivos y equitativos. No hay cambio mientras no mejore la educación. Esa es la gran lección.
La pregunta obligada es: ¿Qué estamos haciendo en Honduras para que estas cosas sucedan? ¿Estamos conscientes del enorme riesgo que corremos al impedir, por pura negligencia, que nuestros jóvenes accedan mediante la educación a las ventajas que ofrece el mundo de hoy? Parece que no y lo peor, parece que no nos importa.
Es el momento de cambiar. El crecimiento económico en el siglo XXI no debe darse por sentado. Es la gran lección de los “Nobel de economía”. Prestemos atención si es que de verdad queremos que las cosas mejoren.