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Del odio a la destrucción

Julio Raudales

Los sucesos acaecidos en los últimos días han acalorado el debate y ponen aun mas en
evidencia la división social que nos toca vivir.  Es natural y hasta deseable que existan discrepancias. No somos iguales y tenemos derecho a pensar distinto. No somos zombies y son precisamente las diferencias las que nos enriquecen.

Pero cualquier problema tiende a profundizarse, cuando es desde el estado que comienzan ha hacerse llamamientos para dividirnos, descalificarnos, ¡en fin! para odiarnos. Ha llegado el momento de que todos, especialmente quienes decimos amar este país, hagamos un alto y nos cuestionemos con honestidad si nuestras actitudes y hechos contribuyen a lograr las aspiraciones de prosperidad y gobernanza. Después de esa reflexión, se hace indispensable cambiar nuestras acciones.

Despójese usted por un momento de sus atavismos, póngase en los zapatos de aquellas personas a quienes adversa, ya sea por ideología, motivos de religión o incluso de equipo de
futbol y plantéese un examen riguroso sobre su conducta. Si lo hace de forma honesta, verá
que posiblemente ha transitado por caminos poco aconsejables si lo que desea es contribuir a mejorar nuestra sociedad.

Revise su facebook, twitter, periódico, revista, programa de televisión y haga el análisis. Verá como se entera de que las cosas podrían ser distintas si nos decidiéramos a ambiar. Yo lo hice hace poco, como necesario ejercicio de conciencia. De todos lados leí y escuché frases injuriosas y descalificadoras. Comencé a pensar en ellos, los injuriosos, casi todos anónimos.

¿Qué hacía esa gente antes de que apareciera el internet? Seguramente le pegaban una patada al perro o lanzaban una piedra a la ventana del vecino o le daban una paliza al hijo.
Mucho odio, demasiado. ¿De dónde viene? Gracias a la psicología, sabemos que el odio es el hermano menor del miedo, pues el miedo precede al odio. Detrás de cada odio hay, inevitablemente, un miedo. Así nos explicamos que cuando la mayoría de los habitantes de una nación, incluyendo a sus gobernantes, han sido dominados por el miedo, pueden cometer las más increíbles atrocidades. La historia está llena de ejemplos. Algunos demasiado cercanos, demasiado recientes.

A través del odio intentamos destruir “al otro” o “a lo otro”, es decir, a eso que supuestamente no nos deja ser lo que deseamos ser. En ese sentido tanto el miedo como el
odio serían reacciones naturales frente a peligros externos o imaginarios. Está de más decir
que el espacio de la política es muy apto para servir de campo de proyección a los deseos de odio y amor que anidan “en el fondo” de cada ser.

A esas personas las puedo imaginar unas veces amargadas, solitarias, asidas desesperadamente al cuello de una botella, disparando insultos por internet. Otras veces las imagino bien vestidas, regresando de la oficina, saludando a sus vecinos, dando cariñosos besos a su conyuge e hijos, pero esperando el momento de abrir su computador y escargar
ese odio que los consume, ese odio que no es más que su propio miedo de no ser.

Milan Kundera, quien suele ser tan buen filósofo como novelista, afirma en una de sus inolvidables obras “La Inmortalidad”, que el miedo de no ser no es un miedo de no ser, sino
“un miedo de no ser yo”. Algo que se entiende mejor si pensamos en que el “yo” no es un
órgano ni un aparato: el yo es un vacío. Si ese vacío no es llenado con un objeto -de amor u
odio, para el caso da lo mismo- el vacío se mantiene como tal.

Quienes escribimos o decimos opiniones nos ofrecemos como objetos sustitutos imaginarios y simbólicos) para el odiador, pues este solo existe en la medida en que odia. En cierto mod cumplimos a través de internet o la televisión una función terapéutica. Si no fuera por uno, esa pobre gente que nos insulta no sabría qué hacer con su miedo/odio. Pues, después de haber “escupido su odio”, el odiante puede permanecer tranquilo, libre, satisfecho e incluso
orgulloso de su pobre y débil yo.

Sin embargo, no solo son lectores quienes insultan. Hay, además periodistas y opinadores que utilizan el espacio que les conceden los medios para dedicar toda su gramática a difamar a quienes no piensan como ellos. Jamás polemizan y a las ideas no contraponen ideas sino agravios. Han equivocado el lugar. Pues si la política puede cumplir una función terapéutica, los políticos y quienes escribimos sobre política no somos terapeutas. A esos columnistas, en aras de la libertad de prensa, no los podemos sacar del tráfico. Basta entonces con ignorarlos. O con no leerlos.

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