
A pocos meses de las elecciones generales del 30 de noviembre de 2025, el debate político en Honduras se ha vuelto cada vez más ruidoso, pero no más claro. En redes sociales y medios de comunicación abundan los cruces verbales, los señalamientos entre políticos y las frases diseñadas para llamar la atención. Pero detrás de todo ese alboroto, lo que realmente se impone es otra dinámica: la coincidencia silenciosa de ciertos actores en torno a intereses que no siempre se dicen, pero que se protegen.
En ese ambiente, se habla mucho y se dice poco. Se llenan los espacios con promesas recicladas, frases vacías y posturas que cambian según la conveniencia del momento. Algunos nuevos aspirantes intentan desmarcarse, con distinto nivel de éxito.
Otros, más conocidos y con oficio en el escenario público, repiten las fórmulas de siempre, sabiendo que en medio del ruido se puede confundir, desviar o simplemente ganar tiempo.
Y mientras el discurso se agita, hay temas que se evitan de forma casi coordinada. Se habla poco, o se habla con ambigüedad, de transparencia real, de la necesidad urgente de reformas al sistema político, del financiamiento oscuro o del uso partidario de las instituciones del Estado. Pero también se calla lo más delicado: las condiciones técnicas del proceso electoral, la calidad del padrón, las ventajas informativas que tienen algunos actores, el acceso desigual a los datos, y la manera en que se preparan y se manejarán los resultados.
Peor aún, se normaliza lo inaceptable: como cuando partidos políticos o cualquier persona y entidad se toma las instalaciones del Consejo Nacional Electoral, violando la neutralidad de la institución que debe garantizar la democracia. Ese tipo de acciones no son solo símbolos de fuerza, sino señales de una erosión peligrosa del orden electoral.
Es en ese silencio donde se concentra gran parte del problema. Porque lo que no se dice suele ser más revelador que lo que se grita. Y aunque muchos aparentan estar enfrentados, algunos coinciden en proteger lo que les conviene: sus espacios, sus influencias, sus aspiraciones. Aun si eso pone en riesgo la credibilidad del proceso electoral, o margina la posibilidad de que la ciudadanía confíe en un cambio real.
Esto no significa que todo sea lo mismo ni que todos los actores actúen igual. Hay propuestas distintas, trayectorias distintas y compromisos distintos. Pero hay también una parte del sistema político que aprendió a disfrazar la defensa de sus privilegios bajo el ruido de una confrontación simulada. Y mientras la ciudadanía observa un espectáculo repetido, ellos se aseguran de que, pase lo que pase, su posición no cambie.
El riesgo es evidente: que la gente se canse, se desencante, y renuncie a su derecho a participar. Que vea las elecciones como un trámite más, no como una oportunidad de decidir. Pero aún hay tiempo. Lo que Honduras necesita no es más bulla. Es más voz. Una voz ciudadana que se haga escuchar con firmeza, que no se deje arrastrar por los juegos de siempre ni por quienes se sienten dueños del proceso. Una voz que recuerde que el país no se construye desde los privilegios, sino desde la responsabilidad compartida.