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Autocracia y democracia

Luis Cosenza Jiménez

En 1992 Francis Fukuyama publicó el libro El Fin de la Historia y el Último Hombre.  Como lo relata Wikipedia, en su libro “Fukuyama argüía que con la ascendencia de la democracia liberal occidental que ocurrió después de la llamada Guerra Fría y la disolución de la Unión Soviética en 1991, la humanidad ha alcanzado no solo un punto especial de la historia de la posguerra, sino que el fin de la historia como tal, es decir, el punto final de la evolución ideológica y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno”. 

Poco se imaginaba Fukuyama que la triunfante democracia liberal occidental sería prontamente retada por otra forma de gobierno, la autocracia. Esta perversa forma de gobierno carece de ideología y trata de aparentar regirse por algunas de las instituciones que caracterizan a la democracia liberal occidental pero precisamente utiliza esas instituciones para socavar y eventualmente destruir la democracia e instaurar un gobierno que obedece a los deseos de un todopoderoso.  Pero veamos en más detalle la situación.

Según mi clasificación, Rusia, China, Irán, Turquía, Venezuela y Nicaragua son todas autocracias donde lo que impera es la figura del gran líder. Es el líder, y no la Constitución más la independencia de poderes y los pesos y contrapesos, quien decide qué y cómo se hace.  Si se ve la lista de países, se notará que no hay una común ideología. De hecho, hay teocracias, capitalismo y compadrazgo, capitalismo en lo económico y comunismo en lo social, así como otras variaciones. 

No es la ideología lo que define a estos regímenes. Lo que tienen en común es el todopoderoso líder que captura el poder por cualquier medio, incluyendo el recurrir a los mecanismos y las oportunidades que brinda la democracia, para luego monopolizarlo por el tiempo que desee.  Cuando a su exclusivo criterio llega el momento de ceder el poder lo que prima es la relación familiar y no la ideología. Típicamente traspasan el poder a su cónyuge, a otro familiar o a un cercano amigo.  Saben que de esa manera gozarán de un merecido y pacifico retiro.

En América Latina los autócratas justifican sus gobiernos atacando y reduciendo la desigualdad.  No buscan reducir la pobreza porque, como ha explicado el izquierdista presidente Petro, los autócratas izquierdistas necesitan a los pobres para que voten por ellos.  Reducir la pobreza implica por tanto reducir el número de sus seguidores.  Para ellos, reducir la desigualdad requiere igualdad, no de oportunidades, sino que de resultados. 

Para esto hay que arrebatarle al pueblo su libertad.  El gran líder decidirá qué podemos estudiar, dónde podemos trabajar y cuanto podemos ganar.  Como ha demostrado Cuba (que al igual que Corea del Norte, no son autocracias, sino que dictaduras), la desigualdad se elimina haciendo a todos igualmente pobres.  Cuba, a la cual Madeleine Albright llamó “un anacronismo irrelevante”, es un modelo para los izquierdistas autócratas, para quienes la reducción de la desigualdad es el máximo bien al que podemos aspirar.

En nuestro continente, los aspirantes a autócratas llegan al poder utilizando las instituciones sobre las cuales descansa la democracia.  Típicamente llegan mediante elecciones libres, pero una vez que llegan al poder, inician el proceso de debilitamiento de esas instituciones. 

La experiencia muestra es que lo primero que hacen es someter a las Fuerzas Armadas, para lo cual mejoran sustancialmente sus sueldos, les compran rodas las armas que desean y les otorgan una serie de importantes y lucrativas canonjías.  Paralelo a esto comienza la destrucción de la independencia de poderes, tanto del Poder Legislativo, como del Judicial, del Ministerio Público y del organismo que conduce el proceso electoral.  A partir de este punto nos encontramos con una democracia carcomida.  Vemos las instituciones que típicamente adornan una democracia, pero todas están en manos de leales súbditos, amigos o parientes del gran líder.  Este es el caso de Venezuela, y si no despertamos, también podría ser nuestro caso.

Comenzamos hablando del nuevo reto que las autocracias presentan a la democracia liberal occidental, considerada por muchos como la culminación de la evolución política del mundo.  Sabemos qué caracteriza a las autocracias. 

Entendemos cómo llegan al poder.  Comprendemos cómo se las arreglan para permanecer en el poder.  Sin embargo, no sabemos cómo sacarlas del poder. Véase si no el caso de Venezuela.  Aún con el descarado fraude electoral, pese a lo que el Secretario de Estado de Estados Unidos calificó de “abrumadora evidencia” del triunfo de la oposición, pareciera que una vez más Nicolás Maduro continuará siendo el ilegítimo e ilegal presidente de ese sufrido país. Quienes valoran los principios de la democracia únicamente piden que se respete la voluntad popular mediante la publicación y verificación independiente de las actas de votación. 

Para Maduro y su cofradía, eso es mucho pedir. Están dispuestos a hacerlo siempre y cuando el proceso sea conducido por la Corte Suprema, lo cual es rechazado por la oposición y la comunidad internacional, quienes alegan, correctamente, que dicha Corte está integrada por personas obedientes a Maduro. Algunos países, México, Brasil y Colombia, supuestamente también demandan la publicación y verificación de las actas, pero han guardado un silencio que permite suponer complicidad. 

De hecho, AMLO ya ha insinuado que, a fin de que no se les tache de “injerencistas” terminarán aceptando el resultado proclamado por las “autoridades”.  Ante esta manifiesta cobardía, es razonable pensar que Venezuela tendrá un triste futuro.  Un futuro caracterizado por el aislamiento internacional, la miseria y la emigración.  

Al final, la pregunta persiste. ¿Qué podemos hacer para que los autócratas no lleguen al poder, y si lo logran, qué podemos hacer para que no eternicen en él?  Pero permítanme tratar de contestar esa pregunta en un próximo artículo. Aunque lo dudo, quizás lo que ocurra en Venezuela nos ayude a contestar esas interrogantes.

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