En un ensayo pletórico de argumentos rigurosos a favor de un papel más activo del estado para fomentar la innovación tecnológica en la generación de proyectos de inversión, la economista italoamericana Mariana Mazzucato puso en jaque a quienes, desde el liberalismo, alegamos por un rol más limitado del sector público.
El libro de marras llamado “El estado emprendedor: mitos del sector público frente al privado”, es un bestseller crepitante y bien escrito que presenta con buen tino, evidencias sobre la acción del gobierno en el desarrollo científico.
¿Cómo negar las evidencias señaladas por Mazzucato? Es imposible desmentir que incluso enseres tan disruptivos y útiles como los iPhone, tienen componentes diseñados y puestos en el mercado gracias a los aportes estatales.
¿Debemos entonces dar a los gobiernos más presupuesto para que fomenten la innovación como lo hacen Estados Unidos e Israel? ¿Por qué no?
El problema con este y otros argumentos esgrimidos a favor de un estado más activo en la economía, es que sus afirmaciones, en su mayoría válidas, solo han servido para dar pábulo al desenfreno de políticos inescrupulosos que ven en dichas propuestas la oportunidad, no solo para expropiar a la gente de sus recursos y manejarlos a su discreción, pero sobre todo la excusa para atornillarse en el poder que es, al fin y al cabo, el sueño dorado de quienes lo detentan.
Aun dando por válida la tesis de la economista italiana de que la participación del estado promueve la innovación y por ende mejora la calidad de vida de la ciudadanía que paga con sus impuestos por dicho servicio, valdría la pena preguntarse si el costo de entregar más dinero al estado a cambio de “posibles innovaciones” no pudiese ser más elevado que no hacerlo. La historia lo ha ilustrado con singular claridad. Veámoslo:
Cuando Marco Polo llegó a China en 1271, se encontró con maravillas todavía impensadas en la oscura Europa medieval. El papel, la pólvora, la porcelana, la imprenta de bloques de madera, el compás, los cometas, ¡en fin! Los chinos se habían adelantado en 5 siglos de libertad y empuje de la iniciativa individual a un desarrollo que occidente ni soñaba.
Lo que el intrépido navegante veneciano no adivinó, es que justo en ese tiempo, los chinos iniciaban su declive, ya que su llegada coincidía con el inicio de la dinastía Yuan y la conquista del imperio mongol.
En efecto, justo en el siglo XIII, China empezó a claudicar al influjo de una burocracia pesada e infame. Los historiadores Nathan y Lloyd lo describen con claridad: De pronto, los conocimientos chinos quedaron en manos del “mandarinato”, un grupo de “sabios burócratas” cuya misión era dirigir la formación de los científicos y controlar la actividad económica. Fue así como China entró a un periodo de oscurantismo de más de 7 siglos que solo terminó a finales del siglo XX con Deng Xiaoping.
Algo similar había sucedido ya en Europa. La magia creativa que los atenienses habían desarrollado en los siglos previos a la era cristiana fue desmontada por el oscurantismo medieval liderado por los Papas que pretendieron monopolizar el conocimiento y así hundir la civilización durante más de mil años, hasta que esta fue rescatada por los nobles florentinos en el renacimiento.
Quizás le faltó a Mazzucato ahondar un poco más en las raíces de la prosperidad. Es cierto, el estado ha colaborado desde los albores de la ilustración, en el patrocinio de la ciencia y el desarrollo de las ideas, pero no es difícil demostrar que lo ha hecho a un costo demasiado elevado y que, al final, un estado protagonista termina por destruir la disrupción de buenas ideas.
Al fin y al cabo, ni el estado norteamericano, que destina un 3.5% de su PIB, ni el de Corea con su 4.1% o el de Israel con su 3.2% se pueden comparar con lo que las corporaciones privadas invierten en el desarrollo de la investigación. Está claro que son las fundaciones y los institutos científicos patrocinados por mecenas corporativos quienes hacen el mayor esfuerzo. ¿Hay alguien que mida la tasa de retorno de ambos esfuerzos para compararlos? Ciertamente no lo hace Mazzucato en su trabajo.
Y de Honduras mejor ni hablar. Todas las mediciones serias demuestran la baja calidad que ha tenido históricamente su programa público de inversiones. Mejor sería fomentar la iniciativa individual y promover la libertad individual como único camino al desarrollo.