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¿El ocaso de la república?

Julio Raudales

Vivimos momentos de agravio a la inteligencia. Parece que la consigna es no saber y tener poder. Esa fórmula solo preconiza destrucción.

El fenómeno, por desgracia, no solo abarca a Honduras. Está claro que el deterioro de la polis se reproduce a escala global: Pero a mayor pobreza mayor miseria de pensamiento. Cualquiera siente que tiene la capacidad de asumir la responsabilidad de guiar la cosa pública sin tener siquiera, ya no digamos la calificación profesional o la experiencia, sino el mínimo sentido común que requiere la tarea.

Pocos oficios hay más desprestigiados que el de político ¡y con razón! El Congreso Nacional poco a poco se ha convertido en menos que un patio de barrio, circo barato o un reality show de poca monta. Gracias a la disrupción de los medios podemos atestiguarlo: diputados que desde su tribuna lanzan mensajes ramplones, atrabiliarios y prosaicos, que no buscan convencer a nadie, sino enardecer a una tropa cada vez mas compacta y cerril. Muy pocos se salvan de semejante desaguisado.

¿Y que decir de los gobiernos? ¿Cuántos ministros pasarían el filtro para trabajar en una empresa importante? La tónica es la mediocridad cuando no el esperpento. Personas con poca educación y ningún escrúpulo, que suplen su falta de educación con ataques personales y atajos sentimentales, que anteponen la propaganda a los grandes proyectos de largo plazo y que pasan mas pendientes de X o Instagram que del interés general.

No debería de extrañarnos entonces la visible ruptura del vínculo afectivo entre representantes y representados. Una crisis no política sino de la política que está socavando las bases de la democracia. Se ve en todas partes, pero con mayor ahínco acá en el submundo hondureño.

Las mayorías cansadas de llevar sobre sus hombros el pesado fardo de sus miserias, se asen a las propuestas facilistas, aunque sean antidemocráticas; terminan dispuestas a intercambiar libertad por seguridad. Es la historia de las relaciones sociales desde hace tres mil años, pero debería ser tiempo de irnos superando.

El fenómeno afecta en especial a los jóvenes: Chicos y chicas desencantados de la política, desafectos de la búsqueda del bien común, enganchados a las redes sociales y deslindados de la cotidianidad y el futuro, que con enfático desencanto dicen: ¿Para qué votar? ¡Si siempre los mismos se quedan con todo!

¡Pues no! No da igual. Pocos oficios hay más desprestigiados que la política, pero ninguno hay más importante. Los políticos deberían ser la élite fulgurante de la sociedad. Nadie tiene una mayor responsabilidad y deben, por tanto, ser el baluarte que garantice siempre el bienestar de quienes representan.

La respuesta y única salida al desenfreno populista que nos asecha hoy día, es concebir por fin una verdadera democracia republicana. Mientras no logremos establecer que haya igualdad ante la ley y un sistema de justicia abierto en iguales condiciones a todos, en tanto haya empresarios que busquen privilegios y sindicalistas aliados al poder que busquen también los suyos, las cosas marcharán por la ruta del hambre que desde hace doscientos años nos asecha.

Pero debemos hacerlo mediante el emprendimiento de una ciudadanía activa, es decir, a través de la organización consciente de todos y todas en el entorno donde nos toca bregar. Impedir la muerte de las pocas instituciones beneficiosas para la sociedad es una tarea que no debemos demorar. Aún no es tarde, pero hay que apurar la marcha o lo lamentaremos.

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