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Honduras: anatomía de un poder que, rechazado en las urnas, pretende quedarse a toda costa

Por: Alma Adler

El proceso electoral hondureño entra en su fase final, pero el hecho político central ya es visible más allá del resultado que se proclame oficialmente: sectores del poder partidario muestran resistencia a aceptar el límite que el voto ciudadano ha intentado imponer. Lo que el país presencia no es una discusión técnica sobre escrutinios, sino el despliegue de una estrategia orientada a retener el poder a cualquier costo, incluso llevando al extremo el uso y abuso de los mecanismos institucionales. Se trata, en esencia, de una disputa entre la voluntad popular y un gobierno de turno que no parece dispuesto a soltar el control del Estado.
Lo verdaderamente revelador es lo que ocurre mientras el resultado no se cierra. El conteo avanza sin concluir, los plazos se estiran, los procedimientos se encadenan y las decisiones se fragmentan. Todo se presenta como rigor legal o prudencia institucional, pero el patrón es inequívoco: ganar tiempo. Tiempo para amortiguar el impacto del voto adverso y reorganizar el poder desde los espacios que aún controla el oficialismo. La dilación no es un accidente; es una táctica.
Ante el fracaso electoral, el poder dejó de apoyarse en la adhesión ciudadana y pasó a depender del control del aparato estatal. Es en ese punto donde la estrategia se vuelve explícita. El tiempo ganado se utiliza para recomponer mayorías funcionales en el Congreso Nacional, emplear escaños como moneda de cambio y asegurar capacidad de bloqueo, negociación y supervivencia política. En un sistema donde el Congreso define presupuestos, nombramientos y contrapesos, este reacomodo constituye el núcleo del poder real.
Ese mismo margen permite ordenar escenarios personales y judiciales: enfriar o acelerar procesos, negociar protecciones, evaluar salidas del país o eventuales exilios. Todo ocurre desde el interior del Estado, amparado en la complejidad institucional y en una lectura instrumental de la legalidad. Paralelamente, el discurso oficial desplaza el eje del debate hacia el orden y la seguridad, no como política integral, sino como mensaje de contención, destinado a administrar el clima social mientras se consolida la maniobra.

El llamado día cero operaría como el tiro de gracia institucional con la reactivación de la Comisión Permanente del Congreso Nacional que no buscaría garantizar gobernabilidad, sino concentraría decisiones en un momento crítico, reducir la deliberación y ganar margen de maniobra cuando el mandato ciudadano ya ha sido expresado. A ello se suman actuaciones del Ministerio Público percibidas como selectivas: no se viola la ley, se la administra según conveniencia política. El derecho deja de operar como límite y pasa a funcionar como herramienta de contención del poder.
Todo este andamiaje persigue un objetivo claro: vaciar el mandato del voto sin anularlo formalmente. Simular normalidad mientras se negocia el poder real. Pero aquí aparece el límite que el poder de turno parece no haber calibrado.
Ese límite no es moral ni emocional, sino político. Cuando el poder deja de apoyarse en la verdad de los hechos y comienza a sostenerse en la manipulación del procedimiento, lo que se erosiona no es solo una elección, sino el mundo común que hace posible la vida democrática. No se trata de una disputa entre adversarios, sino de la sustitución deliberada del juicio ciudadano por la reingeniería del poder.
El problema no es que el poder intente conservarse —eso es inherente a toda estructura política—, sino que lo haga negando la realidad del voto y fabricando una normalidad ficticia a partir de la dilación, el silencio y la confusión. Allí donde la mentira se vuelve método, el poder deja de gobernar y pasa simplemente a administrar su propia permanencia.
Ese es el verdadero “nunca más”. No como consigna, sino como límite histórico. No todo es negociable, no todo es interpretable, no todo puede ser administrado. Hay un punto en el que el poder debe ceder ante la evidencia de los hechos. Cuando no lo hace, ya no se enfrenta a una oposición, sino a la responsabilidad política de una ciudadanía que se niega a aceptar una realidad fabricada por el poder.

Cuando un pueblo se expresa con claridad,
todo lo demás es maniobra.
Y ninguna maniobra está por encima del mandato ciudadano.

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