
Ayer, Honduras votó con una lucidez que sólo emerge cuando un país reconoce las fuerzas que buscan limitar su libertad. El proceso electoral estuvo marcado por intentos de influir en la decisión ciudadana: el miedo insinuado desde el poder, la vigilancia que no se declara, pero se percibe, y la compra de votos convertida en instrumento para explotar la necesidad. No fueron hechos menores. Son señales de una práctica que intenta condicionar la autonomía del elector. Aun así, la ciudadanía acudió a las urnas con calma y determinación, afirmando un espacio de libertad que el poder no logró restringir.
La jornada dejó ver algo más profundo que el desgaste político: un hartazgo ciudadano acumulado al observar cómo, en los últimos años, el país fue gobernado bajo un modelo importado del llamado socialismo del siglo XXI, que impuso una visión única, un discurso doctrinario y una gestión centrada en la lealtad partidaria antes que en la ética y la capacidad técnica. Bajo ese esquema, el Estado se volvió más grande y, al mismo tiempo, menos efectivo; creció la burocracia, pero no la calidad del servicio; y la administración dejó de orientarse al bien común para responder a un proyecto político que contaminó instituciones, debilitó contrapesos y redujo el debate público. Las consecuencias están a la vista: Honduras cayó a niveles históricamente bajos en institucionalidad, seguridad, educación y confianza ciudadana. El votante llegó a las urnas con esa comprensión para poner fin a un modelo que vació al Estado de responsabilidad y propósito.
Esta elección expresó, con absoluta claridad, el rechazo a un modelo de gobierno que se presentó como solución y terminó profundizando los problemas que decía combatir. En los últimos cuatro años se insistió en que bastaba un discurso refundacional para corregir desigualdades históricas, pero la práctica reveló otra cosa: nepotismo, autoritarismo, instituciones absorbidas por intereses partidarios, decisiones sin sustento técnico, ausencia de planificación y un Estado que perdió capacidad para orientar el rumbo del país. La ciudadanía comprendió que ese esquema no corrigió las fallas estructurales; por el contrario, debilitó aún más la seguridad, la educación, la gestión pública y la confianza colectiva. Por eso el voto adquirió un sentido contundente: romper con una forma de ejercer el poder que anuló los principios fundamentales de un Estado democrático. Fue la afirmación de que ningún país puede sostenerse sobre dogmas ni sobre estructuras que renuncian a servir y a rendir cuentas.
Los indicadores internacionales refuerzan esta lectura. El Índice de Estado de Derecho sitúa a Honduras por debajo del puesto 110 de 140 países, con fragilidades en justicia penal, control del poder y combate a la corrupción. Transparencia Internacional ubica al país entre los últimos 30 del mundo, reflejo de una corrupción persistente. En seguridad, las tasas de homicidio siguen entre las más altas de América Latina. En educación, organismos multilaterales alertan sobre retrocesos que posicionan a Honduras en la franja inferior del desempeño regional. Y en el plano económico, evaluaciones internacionales mantienen al país en los últimos lugares de competitividad y clima de inversión. No explican por sí solos la situación, pero sí delinean con exactitud el terreno donde deberá gobernarse.
Detrás de cada cifra hay vidas concretas: estudiantes avanzando en un sistema educativo rezagado, familias que esperan servicios públicos que nunca llegan, escasos puestos de trabajo y comunidades que conviven, peor que nunca, con la violencia y la extrema pobreza. Ese es el país que recibe el nuevo presidente: no una abstracción estadística, sino una sociedad que exige decisiones claras, sostenibles y éticamente fundamentadas.
Por eso, gobernar hoy implica una ruptura consciente con las prácticas que han degradado el servicio público. Exige asumir que el Estado no puede seguir administrándose con improvisación, lealtades partidarias o cálculos de conveniencia. Un funcionario público debe saber por qué ocupa un cargo, a quién sirve y qué responsabilidad ética acepta al asumirlo. Gobernar implica reinstalar una disciplina institucional basada en capacidad técnica, transparencia verificable y decisiones sometidas a evaluación real. El país necesita equipos capaces, no dóciles; instituciones que corrijan, no que encubran; políticas públicas que respondan a evidencia, no a intereses. La democracia sólo se sostiene cuando puede limitar al poder que la administra. Y esto exige recuperar una comprensión elemental: el poder no es un derecho, es un deber. Su legitimidad no proviene de ocupar un cargo, sino de ejercerlo con capacidad, responsabilidad y con la conciencia —políticamente decisiva— de que ningún presidente ni gobierno es más grande que la nación a la que sirve.
La tarea es exigente, pero ineludible. Honduras votó con una conciencia que sabe que la democracia se sostiene en contrapesos efectivos, instituciones que rinden cuentas y un Estado eficiente que actúe con transparencia. El país necesita frenar la corrupción desde sus raíces, establecer metas claras de desempeño, permitir una veeduría ciudadana real y asumir que la reconstrucción institucional es una responsabilidad compartida. Honduras no se fortalece con declaraciones, sino con prácticas cotidianas de control, integridad y corresponsabilidad. Lo que está en juego es definitivo: continuar administrando una institucionalidad que erosiona la confianza o iniciar la transformación de un país donde la ley limite al poder y la ciudadanía recupere el lugar que le corresponde en la vida democrática.






