
Hay países donde el tiempo parece haberse detenido no por el embrujo de una eternidad plácida, sino por la parálisis que provoca el miedo, la costumbre de la resignación y la complicidad de las élites. Honduras, en este noviembre sombrío, es uno de esos países. Su democracia, que alguna vez prometió ser un umbral hacia la dignidad ciudadana, se ha convertido en una vitrina rota de promesas incumplidas, una escena de naufragio permanente donde flotan, sin rumbo, las esperanzas de un pueblo empobrecido.
El reciente respaldo del expresidente Donald Trump a Nasry Asfura —en un gesto tan estridente como desvergonzado— es apenas un síntoma más de la patología profunda que consume al sistema político hondureño. Que un país centroamericano deba esperar el pulgar arriba o abajo de un personaje extranjero, para validar una candidatura, es una señal de la orfandad institucional en que vive. No importa cuán efímera o banal sea la declaración: si viene del norte y habla con voz autoritaria, retumba más que cualquier voto ciudadano. Así se ha configurado la política hondureña: no sobre la voluntad soberana del pueblo, sino sobre el eco extranjero que la suplanta.
Y mientras tanto, los liderazgos domésticos se pudren en su propia mediocridad. No hay estadistas, apenas operadores de intereses, deudas, negocios y lealtades oportunistas. La política no se ejerce como un servicio público, sino como un mercado de favores donde el poder se compra, se vende o se hereda, y donde la ética es una ficción decorativa. ¿Qué queda entonces del ideario democrático, del debate público, de la construcción colectiva de futuro? Nada, salvo una liturgia vacía repetida cada cuatro años.
En este escenario de descomposición, tanto las izquierdas como las derechas han demostrado una torpeza histórica imperdonable: en vez de construir una institucionalidad civil fuerte y legítima, han optado por revivir el protagonismo de las Fuerzas Armadas, otorgándoles —con descaro o con disimulo— el papel de árbitros políticos, guardianes del orden, garantes de la “gobernabilidad”. En los hechos, han reinstalado a los viejos chafarotes en el corazón del sistema. No como soldados de la república, sino como jugadores activos en el tablero del poder. Ni los progresismos que prometían refundar la patria ni los conservadurismos que juraban defender la república han tenido el coraje de limitar el poder militar. Más bien, lo han utilizado —cada cual según su conveniencia— para reprimir, intimidar o mediar, reintroduciendo así un factor crónico de inestabilidad en la vida democrática del país.
Hay una ceguera, sí, pero no una ceguera súbita ni inocente. Es la ceguera del poder que se niega a ver porque ver implicaría actuar, asumir responsabilidades, abandonar privilegios. Es la ceguera de quienes, cómodamente instalados en el aparato del Estado o de las finanzas, prefieren la continuidad del caos a la incomodidad del cambio. Es también, dolorosamente, una ceguera compartida por muchos que, ante la decepción reiterada, han dejado de mirar, de exigir, de creer. La democracia se degrada no sólo por quienes la traicionan desde arriba, sino también por el desaliento que silencia desde abajo.
En Honduras, los militares siguen ocupando un lugar protagónico en la vida cívica, como si el país no hubiese aprendido de sus heridas pasadas. No son garantes de la seguridad nacional sino custodios de un orden amañado, guardianes de intereses cruzados, actores políticos con uniforme. La separación de poderes es un mural descolorido, y la institucionalidad, una palabra rimbombante sin correlato en la realidad.
Lo más trágico de esta decadencia no es su crudeza, sino su normalización. El país ha aprendido a convivir con la miseria como si fuera paisaje. La corrupción se narra en voz baja, como un dato más del día. La migración masiva —éxodo de quienes ya no esperan nada— es asumida como un fenómeno natural, no como el fracaso colosal de un Estado que no protege ni alimenta a sus hijos.
Pero aún en la oscuridad más densa, queda la posibilidad del asombro, de la rebeldía, de la lucidez. Tal vez —ojalá— haya en algún rincón de Tegucigalpa, de San Pedro Sula o de La Esperanza, una generación que se atreva a ver, a romper el hechizo, a decir basta. Porque la democracia, aunque débil y vilipendiada, no muere del todo mientras haya quien la reclame con dignidad.
Honduras no necesita un tuit del imperio ni la tutela de los uniformados. Necesita recuperar la mirada, reencontrarse consigo misma, parir un liderazgo que no se conforme con administrar ruinas. Porque lo que está en juego no es sólo una elección, sino la posibilidad de ser nación.






