
Fue en Arkansas, durante la madrugada, que me llegó la noticia de que el poeta Otoniel Guevara, con su cabellera de guerrillero y su mirada de hombre loco y bueno, acababa de morir.
Como ocurre siempre que alguien fallece, agarré mi celular y busqué la noticia en las redes sociales; efectivamente, Otoniel —del que siempre tuve la sensación de que la vida le valía menos que un pepino— había decidido morirse así porque sí, es decir, por decisión propia.
Aclaro: no fue un suicidio. Simple y sencillamente se dejó morir para jodernos la vida a los que lo queríamos, amábamos su obra escrita y admirábamos su pasión por convertir la poesía en algo humano y al alcance de todos.
Busqué con mi memoria sus obras en mi librero, y volví a estremecerme con su poesía (ferozmente cruel, inmensamente tierna, bellamente humana). No pude dejar de pensar en las ironías de la vida: Otoniel sobrevivió a mil balazos en la guerra civil salvadoreña, se metió no sé cuántas Coca-Colas a pesar de que le afectaban la salud, comió lo que le dio la gana… y ahora le daba por jugar a las escondidas.
Me lo imaginé en el ataúd, y por primera vez lo vi serio, sin sonrisa en los labios ni en sus ojos, porque Otoniel poseía una picardía en la mirada que era como la de un niño después de cometer un cagadal.
En la funeraria (también lo imaginé) había rostros conocidos: poetas buenos… y poetas malos que se creen buenos poetas; dos o tres tipos que llegaron solo para confirmar que Otoniel por fin dejaba de ser estorbo. Eran tipos que siempre le tuvieron envidia porque nunca pudieron escribir como él o porque les jodía en el alma que Otoniel, siendo salvadoreño, hubiera creado Tegus Sí Canta, el festival que trae a Honduras poetas y escritores de varios países de Latinoamérica, no para sentarlos alrededor de una mesa a leer, lejos de la gente, con el pecho inflado, inyectado de ego, con poses de semidioses y falsa modestia, sino para llevarlos a escuelas, casas de la cultura, calles de barrios y de pueblos.
Recordé su amor por el SAS de El Salvador, las mil y una historias que me contó de sus años de guerrillero del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), su honestidad para hablar de las cosas malas que ocurren inevitablemente en alas guerras, sus carcajadas, su “valiverguismo” por las cosas materiales, su melena, su nostalgia por los compañeros caídos en combate…
Al borde de las lágrimas recordé la vez que Otoniel confesó que no le gustaba que le dijeran Oto (no sé si usó esa palabra, “gustaba”), porque su verdadero nombre era Otoniel.
Fue en San Juancito, en el Luna Bar & Restaurante, y como yo era uno de los que le decía Oto, me disculpé y le prometí que comenzaría a llamarlo Otoniel.
—No, hombre, no jodás, vos me podés decir como querrás —me calmó Oto… digo, Otoniel.
Sentí dolor por la decisión de Otoniel de morirse, pero además un agradecimiento profundo, porque siempre fue generoso cuando se refería a la poca obra que he escrito.
Me pregunté dónde estaba su amada Karen, y justo en el momento en que me iba a llegar la respuesta, sonó el despertador de mi celular.
¡Había sido un sueño… o más bien, una pesadilla!
Sentí felicidad al comprobar que el poeta Otoniel Guevara anda por alguna parte del mundo, como El Quijote, chifurnios-adarga, soñador eterno de cosas imposibles.
A seguir cabalgando, querido Oto…
Digo, Otoniel.







