
Uno de los problemas más serios y subestimados en las organizaciones modernas es la participación de personas en actividades o reuniones cuando su presencia no es necesaria. Aunque esta situación puede parecer inocua o incluso justificable desde la óptica de la inclusión o el protocolo, sus efectos acumulativos sobre la eficiencia y la cultura institucional son profundos y negativos.
El impacto se agrava a medida que aumenta el nivel jerárquico de la persona que está presente sin aportar directamente al objetivo de la reunión o actividad. Cuando un alto funcionario asiste a un evento donde su rol es meramente decorativo, y no operativo, las consecuencias son varias y de largo alcance.
La primera y más evidente es la pérdida de producción. Es decir, se está desviando a una persona con capacidad de decisión, influencia o supervisión real, hacia una actividad que no genera valor. Cada hora que un directivo dedica a un evento sin sustancia es una hora menos de liderazgo efectivo, de toma de decisiones, de acompañamiento técnico o de evaluación de resultados. En resumen: una hora menos de trabajo productivo para la organización.
La segunda consecuencia, menos inmediata pero más corrosiva, es el ejemplo que se transmite. En muchas instituciones, los funcionarios tienden a imitar los comportamientos de quienes están arriba en la jerarquía. Si ven que el reconocimiento, la cercanía al poder o el «status» está asociado a estar presente en actos protocolarios, reuniones pasivas o comités sin contenido, querrán hacer lo mismo. No por malicia, sino porque el sistema está enseñando que ese es el camino para destacar.
Esto genera una distorsión peligrosa en los incentivos internos. Se vuelve más valioso «estar presente» que «estar produciendo». Se premia más la visibilidad que los resultados. El trabajo de fondo, el que es silencioso pero esencial, empieza a ser visto como menos importante. El resultado es una cultura organizacional donde se priorizan las formas sobre los fondos, la apariencia sobre la eficiencia, y el cumplimiento simbólico sobre el impacto real.
El costo de esta práctica es doble: por un lado, se pierde tiempo y energía en actividades que no mueven la aguja; por otro, se socava el sentido mismo del trabajo. Cuando los mejores talentos ven que lo que se valora es estar en la foto y no en la solución, tienden a desmotivarse, a desconectarse o a irse. La organización pierde, no solo por lo que no se hace, sino por lo que deja de inspirar.
Frente a este problema, es clave que las organizaciones recuperen una cultura del tiempo con propósito. Que cada reunión, cada actividad, cada participación deba justificarse con una pregunta básica: ¿aporta valor o no? Si la respuesta es negativa, entonces la mejor decisión es no participar. Este principio debe aplicarse especialmente a los niveles directivos, quienes tienen la responsabilidad no solo de liderar, sino de modelar comportamientos.
Una organización que aprende a proteger el tiempo de sus cuadros más valiosos es una organización que entiende la diferencia entre el movimiento y el progreso. No se trata de estar ocupado, sino de estar ocupado en lo que importa. Y eso empieza con la valentía de decir «no» a lo innecesario.
Eliminar la presencia decorativa es también un acto de respeto hacia los demás. Cuando un funcionario de alto nivel participa solo por cortesía o por inercia, consume la atención de otros, altera la dinámica del espacio y muchas veces silencia voces técnicas que podrían aportar. Saber ausentarse también es una forma de liderar.
Finalmente, si una actividad realmente requiere la presencia de un alto funcionario, debe quedar claro por qué y para qué. Si su rol es simbólico, que sea breve y puntual. Si su rol es decisivo, que llegue preparado. Pero nunca debería participar solo por costumbre, protocolo o miedo a quedar mal. La profesionalización del liderazgo empieza por el uso estratégico del tiempo propio.
Recuperar el sentido del tiempo y del rol dentro de una organización es una tarea urgente. No podemos permitir que la presencia innecesaria siga robando energía, desvirtuando prioridades y alimentando culturas donde estar importa más que hacer. Como en muchos otros temas, el cambio empieza arriba.