Tegucigalpa. – “Divide y vencerás” (Divide et impera), aconseja la antigua sabiduría romana, como si fuera la maniobra más eficaz para debilitar al adversario y facilitar el triunfo propio. La división, sin que importen mucho las causas que la provocan o las razones que se esgriman para justificarla, casi siempre, al final de cuentas, termina favoreciendo la causa contraria y fortaleciendo las fuerzas del contrincante. La historia contemporánea abunda en ejemplos y lecciones.
En el caso concreto de nuestro país, ha sucedido lo que ya se intuía y se temía: la oposición política, incapaz de concertar una plataforma común de unidad, se presenta al torneo electoral fraccionada, dividida y, por lo mismo, con menos fuerza de la que realmente tiene y con menos posibilidades de las que en efecto merece.
Los líderes políticos no lograron ponerse de acuerdo para hacer un frente común en la batalla electoral que tendrá su momento culminante el próximo 28 de noviembre. Prevalecieron los intereses sectoriales de los partidos y grupos por encima del interés común de acabar con el reinado del partido Nacional y su desacreditado gobierno. Se impusieron los egos individuales, el vedetismo farandulero y la obsesión mediática de algunos, frente a la racionalidad serena que demanda el arte de la política y la habilidad pragmática que a veces nos exige la vida.
Si existe un denominador común entre los opositores al régimen actual (la derrota del oficialismo), ese mismo debe ser el punto de partida para llegar a los consensos mínimos que deberán desembocar en los acuerdos básicos. Definir lo más importante equivale también a precisar la esencia misma de una estrategia unitaria, de la misma forma que Identificar lo más necesario significa al mismo tiempo promover lo realmente posible, aunque solo sea por aquello de que la política es el arte de lo posible.
La unidad de la oposición no solo es condición básica para derrotar al régimen. Es también requisito clave para gobernar en pro de la recuperación de la República y reconstruir el tejido institucional y la convivencia social, rotos desde hace ya mucho tiempo. La unidad electoral es la táctica para ganar pero la unidad postelectoral es la estrategia para gobernar.
La división de la oposición no solo la debilita y dispersa sino que también fortalece y envalentona al adversario. Al debilitarse en si mismas, las fuerzas de la oposición generan, sin quererlo y a veces sin saberlo, vitalidad energizante en las filas opuestas. La división de unos se traduce en la cohesión de otros. El triunfalismo inocente de la oposición dividida estimula el optimismo sosegado del contrario y le facilita el triunfo.
Estas verdades, tan simples como un puño, han sido ignoradas o menospreciadas por los dirigentes de la llamada oposición política. Es un error que, a la larga, puede resultar muy caro. Esa abundancia de “dirigentes máximos de partidos mínimos”, esas “alianzas de partidos que no han nacido con otros que nunca han crecido”, así como la proliferación de candidaturas que se autodenominan “independientes” y el laberinto de siglas que más parece una sopa de letras recalentada, es la mejor evidencia del grado de dispersión y fraccionamiento del sistema de partidos en su conjunto y de la malograda coalición opositora en particular.
Ante un cuadro tan poco estimulante, solo nos queda esperar la unidad espontánea de las bases, ese impulso primario que se traduce en razonamiento simple, suficiente para que los ciudadanos apliquen, en la hora crucial del voto, las sencillas razones que sus dirigentes fueron incapaces de entender.
Y si esto es así, si los opositores coinciden por debajo en la soledad de la urna, se habrá cumplido otra vez la enseñanza aquella de Martín Fierro, según la cual “el fuego para calentar, debe venir desde abajo…”