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Suazo Córdova y la historia

Por Manuel Torres Calderón,
periodista

Me encontraba fuera del país cuando murió el ex presidente Roberto Suazo Córdova (22/12/18) y me quedé en deuda de escribir una reacción.

A dos días de la tradicional cena familiar de Nochebuena, pensé en la silla no ocupada que hay en muchos hogares hondureños por las víctimas de la “guerra sucia” que tuvo lugar durante su gobierno (1982-1986).

No pondré cifras, ni apellidos de las víctimas; el daño acumulado es más que una estadística. Con Suazo Córdova la transición a la democracia iniciada en 1980-1982 nunca llegó a ser primavera.

Los datos están allí y buena parte de los protagonistas viven, pero  en Honduras rara vez se redactan biografías, y menos de los gobernantes. Dicen que la historia la escriben los vencedores, en nuestro caso habrá que suponer que los vencedores son analfabetas funcionales.

Menos aún cabe esperar la publicación de “memorias”, por muy amigables que sean consigo mismos. Lo que más apetece a quienes detentan el poder es el ejercicio de la amnesia y la impunidad. Lo típico es que carezcan del mínimo interés para dar cuenta de sus actos y que Jamás lleguen a comparecer públicamente a dar explicaciones sobre sus decisiones.

Mi hija me preguntó quién fue históricamente peor, si Suazo Córdova o Rafael Leonardo Callejas (1990-1994). No es fácil determinarlo, incluso hay más candidatos, pero me inclino por el ex gobernante recién fallecido. El neoliberalismo de Callejas fue una consecuencia natural de que Suazo Córdova parará el reloj de la transición a la democracia justo en su arranque. Ese es su yerro histórico.

Personalmente lo conocí cuando cubría como periodista las sesiones de la ANC, presidida por Suazo Córdova. Siempre me sorprendió verlo dónde estaba. Era un médico rural, habituado a que a su alrededor hubiera campesinos necesitados pidiendo ayuda y políticos por doquier buscando apoyo, molde perfecto para crear un cacique rural, chocarrero, caprichoso, terco, habituado a prescribir recetas tanto para un catarro como para un cáncer, rodeado de adulaciones, ligado a pasiones caprichosas y creyente de su buena fortuna, ya sea forzada en los naipes o providencial en las coyunturas políticas.

Tenía que considerarse un hombre de fe y suerte; la vida le daba razones para creerse así. Se hizo cargo del Partido Liberal cuando sus líderes eran incapaces de concertar al sucesor de Modesto Rodas Alvarado (caudillo muerto en 1979) y necesitaban alguien provisional, al que suponían manejable y sin mayores ambiciones, mientras una facción se imponía; y una vez electo presidente se encontró con una coyuntura regional que urgía a los Estados Unidos financiar y construir en Honduras una plataforma intervencionista contrarrevolucionaria. Su gestión económica fue desastrosa, pero el subsidio de Washington era generoso y sin auditorías.

Bajo aquel liderazgo y en aquel escenario se inició en 1980 la batalla política por la democratización del país.  La Constitución y la Ley Electoral y de las Organizaciones Políticas (LEOP) que debían aprobarse por los constituyentes marcaban, teóricamente, el principio del fin del modelo político y social excluyente y arbitrario que afectaba al país desde hacía décadas. Al menos esa era la expectativa.

Un editorial publicado por Diario Tiempo el 1 de Mayo de 1980 partía de una pregunta clave: “¿Qué desea el pueblo hondureño cuando se inicia la década de los 80? Todos lo sabemos, una elemental dosis de bienestar, más oportunidades de trabajo, una ampliación sustancial a su derecho a la salud y a la educación, vivienda, una vida más digna y menos diferencias entre la ciudad y el campo?”

Ese 1 de mayo los trabajadores que marcharon en las calles instaron a la promulgación de una Carta Magna esencialmente democrática, abierta hacia los cambios necesarios en la vida del país, la producción, la salud, la educación y la cultura, una ley electoral que promoviera elecciones libres y participativas de primer grado (es decir mediante voto ciudadano directo y secreto) para Presidente, diputados al Congreso Nacional y municipalidades, organización de un gobierno provisional progresista y, en suma, sentar las bases de un proceso diferente de reconciliación nacional.

Una pancarta sindical advertía del riesgo de un fracaso: “la injusticia institucionalizada en nuestro país, marcará el camino de la frustración”.

La responsabilidad histórica de los políticos era evidente, y no estuvieron a la altura del reto. Pudieron haber cambiado el rumbo de este país y desperdiciaron la oportunidad. Se trataba de asumir a partir de 1982 un liderazgo que emanara de la Ley Fundamental, es decir, de la Constitución de la República, y dirigiera un proceso de transformaciones que permitiera enfrentar las profundas debilidades institucionales, minadas por la corrupción e incompetencia, y las crecientes desigualdades.

El retorno a regímenes civiles no podía limitarse a un relevo de los militares, sino una apuesta honesta a favor de una cultura de la civilidad. ¿Qué entender por cultura de la civilidad?  Es asumir que el respeto al derecho tenía que ser la base de la transición a la democracia; el elemento más significativo para mediar en los conflictos sociales e institucionales que se avecinaban, y que el verdadero protagonista de los cambios tendría que ser la ciudadanía, con las responsabilidades que de esto derivan.

Obviamente, el peso de lo ocurrido, como las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, la perversión de las reglas electorales, el aumento de la brecha entre ricos y pobres,  la creación de condiciones para que el éxodo migratorio, el desencanto respecto a la “democracia”, la indefensión frente a los desastres naturales, la masificación de la violencia e inseguridad, el estancamiento productivo, la precariedad laboral, la feminización de la pobreza, el “Golpe de Estado” de 2009, los fraudes electorales…no recaen únicamente en los hombros de un gobernante.

La responsabilidad puede ser de todos, pero no a todos en la misma proporción. Los gobernantes, la clase política, la élite económica y la comunidad internacional cómplice tienen una relación directa con lo que ahora somos como país. De hecho, no se puede valorar la responsabilidad de Suazo Córdova sin tomar en cuenta, por ejemplo, a sus ministros, al general Gustavo Álvarez Martínez o a Ronald Reagan.  Ese es el sentido de la historia; colocar a cada quién en el sitio que le corresponde, para saber de dónde venimos, a dónde hemos llegado y para dónde vamos. Momentáneamente, un manto de silencio y secretismo cubre los restos del ex gobernante. Habrá que esperar a conocer qué le exhumará el paso de los años.

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