Allí, la mayoría de las tumbas están abandonas, deterioradas y peor aún, saqueadas.
El lugar no refleja la quietud de un camposanto. Las tres manzanas de terreno hundido y húmedo, afectado por las fallas geológicas del cerro El Berrinche. Los mausoleos que no han sido destruidos por profanadores están agrietados.
En Sipile apenas sobreviven cruces que materialmente no tienen valor alguno. Es imposible encontrar en el lugar una lápida que identifique a difunto alguno y mucho menos un trozo de mármol donde el epitafio de alguien rememore una oración al cielo.
El robo de las placas, cruces de metal y enseres con que son enterrados los muertos, atraen a los profanadores de tumbas que hacen del cementerio un lugar de los más inseguros de la capital hondureña.
Un camposanto donde los vivos moran
Pero más allá de reflejar la vorágine criminal y el desarraigo de los deudos, Sipile también refleja la indigencia y el abandono de hondureños que han hecho del lugar su morada.
Entre tumbas y pequeños subterráneos habitan enfermos alcohólicos, jóvenes drogadictos, pandilleros o simplemente gentes sin refugio alguno.
Allí, Proceso Digital se encontró a Carlos, un hombre avejentado prematuramente por los efectos del alcoholismo. El comentó que su hogar es Sipile, donde ha hecho de una tumba su cama. Lejos quedó su hogar en la vulnerable colonia San Francisco a la que nunca retornó.
Con su rostro visiblemente marcado por las huellas del alcoholismo, Carlos sostuvo que él no teme dormir en el cementerio ya que los efectos etílicos hacen que se olvide del lugar donde pasa cada noche.
En el lugar pululan decenas de ladrones, vendedores y consumidores de drogas y jóvenes pandilleros. Los asaltos son una rutina y no son pocos los que hacen fiesta cuando un doliente se aproxima para colocar una flor o decir una oración en la tumba de un ser querido.
Pero el mundo de Sipile va más allá. En él la miseria pareciera no tener límite. Mercaderes y vecinos lo usan de basurero y sanitario mientras otros tantos se instalan en él para cocinar los desperdicios que logran conseguir en los aledaños y populosos mercados San Isidro, Colón, Álvarez, Galindo y Las Américas, en la capital hondureña.
Las estampas de drogadictos, amparados en las tumbas, semi acomodados, inhalando cocaína, crack o fumando mariguana, también son un cuadro reiterativo. El retrato del abandono de decenas de jóvenes puede percibirse sin que analista alguno u organizaciones privadas o públicas lo reflejen en sendos informes que presentan sobre el estado de la nación.
La tradición que ya no es
Pero el viejo y prehispánico culto a los muertos hoy pasa de lejos por Sipile. NI en el preludio de la fecha se observa movimiento de dolientes.
Proceso Digital constató que los familiares han perdido la tradición de visitar a sus difuntos. El miedo al crimen les venció.
Pese a ello, no faltan personas como Dagoberto Cálix Amador quien llega, con precaución pero con devoción, a pintar las cruces colocadas en las tumbas de sus familiares.
Cálix Amador dijo que él sigue la tradición como se la enseñó su madre que hoy reposa junto a su padre y tres de sus hermanos en el cementerio.
El es miembro de una familia de 12 hermanos, tres de ellos ya fallecidos. Los demás llegan religiosamente a pintar las cruces y limpiar el lugar y a colocar flores.