Paul Samuelson, primer Premio Nobel de Economía, publicó en 1948 su icónico libro “Economía, un análisis introductorio”, texto que, en sus diversas ediciones, nos sirvió a mi como a casi todos mis colegas, para dar nuestros primeros pasos en las exploraciones de esa ciencia maravillosa. Por ello, cuando alguien viene en busca de consejo sobre un manual que explique con claridad y rigor los fundamentos económicos, nunca dudo en recomendar a Samuelson.
Uno de los ejemplos inolvidables del libro, es el famoso dilema de los cañones y la mantequilla. Samuelson lo usó para explicar un concepto crucial si se quiere entender la economía: del costo de oportunidad. Los seres humanos vivimos ante la constante presión de decidir qué hacer en un entorno de necesidades y deseos infinitos contando con recursos limitados.
Los dos bienes usados en el ejemplo no son casuales; representan de forma arquetípica, una de las disyuntivas más grandes que ha enfrentado la humanidad a lo largo de la historia. ¿A qué dedicamos nuestros esfuerzos sociales, a producir alimentos o a defendernos de amenazas externas o interiores?
La ilustración es además tan oportuna y clara que, aun sin proponérselo, Samuelson nos da un buen instrumento para explicar la problemática en la que estamos compelidos desde hace ya casi un año: Confinarnos para protegernos de la amenaza pandémica o salir a trabajar y buscar el alimento, bajo la constante incertidumbre de un posible contagio que, no solo nos afecte en lo particular, sino que lastre la vida de personas cercanas a nosotros.
Pero en lo que va de esta crisis COVID, no recuerdo haber percibido el debate con mayor acaloramiento que en estos días. Cómo en esta guerra no disponemos de armas adecuadas: no tenemos la vacuna que ya tienen los vecinos, nuestro sistema médico parece más precario e indefenso que en 2020 y, por si fuera poco, la gente perdió el miedo inicial, ralentizaron las medidas de higiene, parecen haber entrado en catatonia luego de las fiestas de fin de año.
Bajo estas condiciones se trata por ahora de salvar vidas, pero también de garantizar al máximo los medios de vida. Está bien, ambas son responsabilidades individuales, pero es cierto que, para complementar el esfuerzo propio, delegamos mediante un contrato social, ciertas responsabilidades a esa ficción llamada estado y para ello contribuimos renunciando a parte de nuestro peculio en pro del bien común. El problema es que el delegado estatal, ese gobierno a quien cedimos patrimonio, nos ha fallado y evidentemente, no podemos ya confiar en él.
Naturalmente, para sobrevivir no es posible paralizar la economía. Pero tampoco podemos arriesgar vidas. Para vivir hay que comer, dicen los economistas. Para comer hay que vivir, responden los médicos. El problema es que las dos ciencias tienen razón. Por lo mismo, nunca se van a poner de acuerdo. De ahí que el problema reside en cómo lograr un equilibrio entre esas dos verdades, uno en donde una no excluya a la otra. Al llegar a ese punto es cuando requerimos de la mediación que solo la práctica política nos puede otorgar.
Pero ¿Cómo hacer para corregir a esta casta incorregible? Esta tercia que debería ser la voz de la cordura, la bisagra que hace converger la discusión tirante entre unos y otros, ha optado por ahondar la fractura. Con el afán de sostenerse o arrebatar el poder, dedica sus esfuerzos en prodigar recursos que, bien aprovechados podrían ayudar a reducir los riesgos que enfrentamos como sociedad. Creo que al final, la gran lección correrá por cuenta de la gente, esa que, a falta de un buen liderazgo, debe combatir el mal sola y enfrentar los retos de la supervivencia, también sola.
Así que, en espera de la ansiada vacuna, con un ojo puesto en el proceso electoral que se avecina, esa ciudadanía aun dormitada, espera el momento oportuno para despertar y de una vez poner las cosas en su lugar. ¿A cuanta mantequilla debemos renunciar para no morir ahora? ¿Cuántos cañones hay que sacrificar en la necesidad de comer? Solo lo sabremos cuando por fin entendamos que la política es necesaria sí, pero la buena política, la que da vida y no nos la quita.