¿Pueblos cobardes?

Por: Víctor Meza

Tegucigalpa.- No creo que los haya. No me trago fácil esa historia simple de que hay pueblos cobardes frente a otros que son muy valientes.

Sin duda hay pueblos pacifistas, otros que son más belicosos, los hay incluso aguerridos y guerreros por vocación cultural, también hay algunos que parecen mansos y sosegados pero no lo son…totalmente.

Los suizos tienen fama de pacíficos y, a lo mejor, lo son. Pero no son cobardes. Hasta puede que sean más listos y racionales que los vecinos que les rodean. Después de todo, mientras esos vecinos, cercanos o lejanos, se han matado unos a otros en dos guerras mundiales, los suizos pacíficamente lograron mantener su neutralidad y fortalecer la prosperidad bien merecida de su sociedad. Hasta lograron convertirse en los afortunados banqueros de los estúpidos contendientes. ¡Vaya si son listos!

Se me ocurren estas ideas por las constantes alusiones que se hacen sobre la real o supuesta cobardía del pueblo hondureño. Con ligereza pasmosa y atrevimiento vano, no son pocos los que pretenden explicar la relativa pasividad criolla frente a los desmanes de los gobiernos, como si fuera una condición natural negativa de la idiosincrasia local. Pongo en duda esas afirmaciones.

Si revisamos la historia hondureña del siglo XIX y al menos la primera mitad del XX, veremos con  más claridad cuán belicosos y rebeldes han sido nuestros antepasados. Los ciclos de la violencia posterior a la independencia de 1821 se prolongaron en Honduras hasta los años treinta del siglo recién pasado, mientras nuestros vecinos habían guardado sus armas a finales del siglo XIX. La violencia ha sido una constante trágica en la historia nuestra. Ya a mediados del siglo pasado, la revista norteamericana Time dedicó un largo reportaje para describir la violencia en Honduras. Así que, no nos engañemos, ni somos tan pacíficos ni somos tan obedientes.

Las protestas callejeras de los años recientes, sobre todo en la última década, desde el golpe de Estado a la fecha, son buenos ejemplos para mostrar la rebeldía escondida en el alma criolla. Todo es cuestión de paciencia y, por supuesto, de límites. Los pueblos, en tanto que comunidades humanas, tienen ciclos de paciencia y ciclos de estallidos. Humanos como son, se cansan y rebelan. No siempre la rebeldía se expresa en protesta social callejera o en planteamientos políticos teóricos. No, a veces surge de pronto, estimulada por detonantes súbitos, como un rayo que cae en cielo sereno. El límite de la paciencia popular puede ser el punto en que estalla la ira acumulada, la frustración que se lleva por dentro, ese sentido irrefrenable de impotencia ante el abuso de la fuerza y el despotismo del poder oficial. Es el momento de la verdadera rebelión que, o bien desemboca en la transformación de la sociedad o bien la sume en el abismo del caos y la violencia desenfrenada. Los ejemplos abundan, especialmente en los países vecinos, esos a los que hipócritamente solemos llamar “hermanos”.

En mis andanzas por otros rumbos he visto y comprobado la forma en que comunidades enteras cambiaban bruscamente su actitud cargada de parsimonia y la convertían en furia descontrolada, tempestad de desahogo, vía expedita para expulsar la cólera contenida. Mayo de 1968 en Paris, revolución cultural en china (1966 – 1977), la primavera de Praga en 1968, revolución sandinista en Nicaragua (julio de 1979)…en fin. Una masa amontonada, los llamados “acarreados”, que le pedía a Somoza que se quedara en el poder (“No te vas, te quedás”) apenas en el primero de mayo de 1979, dos meses después aclamaba a los recién llegados comandantes sandinistas con el grito de “¡Dirección Nacional ordene!”. Así son los pueblos, tienen el olfato de la supervivencia, la habilidad para sortear las trampas de la historia, la picaresca popular frente al poder almidonado y rígido.

Nada de cobardía. Simple cálculo habilidoso para encontrar el momento oportuno y trocar la engañosa mansedumbre en violencia desordenada y vengadora. Otra vez lo mismo: el turno del ofendido.

Entonces, concluyo, no nos engañemos. La protesta que comienza como un fenómeno sectorial y limitado, puede, en un momento determinado en que converjan condiciones objetivas y subjetivas, convertirse en avalancha incontenible, masa desembocada que dará al traste con el Estado degradado que todavía soportamos.

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