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Política macroeconómica disléxica

Julio Raudales

En 1990 cambiaron muchas cosas para la economía hondureña y por ende, para la vida de su gente. No es de extrañar: El mundo entero experimentó un revolvente con la caída del Muro de Berlín y el colapso del relato socialista que había tenido en jaque a la llamada “democracia liberal” por más de 70 años.

Una de las novedades que trajo el cambio, fue la forma en que debían coordinarse los los esfuerzos para equilibrar la economía. Hasta entonces, la política fiscal había tenido un rol protagónico mediante el uso del gasto gubernamental como instrumento desarrollista y la política tributaria como elemento redistributivo. La presión tributaria, es decir, la suma de impuestos recaudados con respecto al PIB era de un 18%, los gastos, al igual que ahora, eran un 25%. Los déficits, igual que hoy, espeluznantes.

Había en Honduras unas 30 empresas gubernamentales ocupadas en la “prestación” de servicios a la ciudadanía. En ese entonces (y todavía ahora), lo público estaba naturalmente asociado al gobierno.

Por supuesto la educación, salud y hasta el aseo de los hogares estaba o debía estar a cargo del gobierno. Hasta hacía poco era, por ejemplo, impensable que hubiese universidades privadas y si bien existían escuelas y hospitales manejados por particulares, lo usual era creer que esos servicios debían ser proveídos por el estado.

Teníamos pues, parques de diversiones, hoteles, fábricas de cemento, tiendas de ropa, de alimentos, bancos municipales, agrícolas y de fomento industrial que eran propiedad del estado, además de las empresas proveedoras de servicios como agua potable, energía eléctrica, telecomunicaciones, transporte marítimo, terrestre y aéreo. ¡En fin! en el imaginario de la gente estaba bien grabada la idea de que su bienestar dependía fundamentalmente del gobierno, quien era como un padre o un mecenas, el protagonista de la vida cotidiana.

El Banco Central tenía múltiples roles. Proveer billetes y monedas era solo una de sus tareas, pero también otorgar crédito a las empresas públicas y privadas, hacer operaciones de redescuento para que facilitar el crédito bancario, supervisar y regular al sistema financiero, medir la actividad económica, etc. Era un banco de desarrollo, como cualquiera de los que ya existían, con algunas particularidades extra nomás.

Por cierto, también tenía por tarea definir el tipo de cambio, pero ¡oh sorpresa!, desde 1950 se había establecido que el lempira tenía que valer la mitad de un dólar y el 2×1 era una verdad indiscutible. En otras palabras, la política cambiaria era una variable exógena. Había que contar con ella.

La “coyuntura crítica” del fin de la guerra fría nos insertó, como a todos, de forma inexorable en el tsunami de la globalización. Esto trajo un cambio en la forma y estilo para el diseño y ejecución de las políticas públicas. Si se desea aprovechar los beneficios de un mundo unificado en los aspectos económicos, es indispensable definir roles y coordinar el trabajo de forma adecuada.   

Sin embargo, las medidas tomadas a partir de 1990 no sirvieron de mucho y la falta de coherencia de las autoridades, la ausencia de victorias tempranas y la corrupción echaron por la borda cualquier viso de modernización del estado. ¿El resultado? Pobreza persistente, descomposición social, vulnerabilidad ambiental y… termine usted la lista.

Sin embargo, hay que admitir que los roles han cambiado desde entonces. El Banco Central está ahora más concentrado en combatir la inflación y mantener una paridad financiera estable con el resto del mundo, renunciando a regular al sistema financiero, tarea que le corresponde ahora a un ente especializado y dejando sus actividades de fomento a los sectores productivos, para lo cual existen, en teoría Banprovi y Banadesa.  

Para que la gestión pública sea eficiente, la política monetaria se debe ocupar de la gestión cíclica de la economía y la política fiscal debe centrar su operación en prestar servicios educativos y de salud básica de calidad, así como una inversión en infraestructura que complemente la producción, todo en el marco de un déficit y deuda sostenibles. Las virtudes expansivas de los ajustes fiscales son deseables, acentuando su posible impacto positivo sobre la confianza del sector privado.

Lo dicho debe hacerse de forma coordinada, priorizando en dar señales necesarias para que haya confianza generalizada en dicha relación. Lamentablemente, no es lo que observamos en la actualidad. Con un presupuesto desbordado e ineficiente, el gobierno presiona la expansión monetaria de forma irracional y esta descoordinación puede llevar al sector privado al colapso en el corto plazo.

Ojalá y las autoridades recapaciten y reviertan esta ruta, porque de no hacerlo, ponen en peligro incluso su futuro político. Todavía están a tiempo

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