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Maradona o “el dolor de ya no ser”

Por: Julio Raudales

Tegucigalpa.– ¡Lo logró! Messi había hecho la maravilla: recibió el pase que le envió Benegas desde 40 metros, la bajó con el muslo izquierdo, la empujó con el empeine como si este fuese una bandeja de plata, se inclinó hacia el lado derecho y la clavó a media altura hacia el lado izquierdo, y todo eso a plena carrera, perseguido por dos nigerianos corriendo como locos detrás de él.

Fue entonces cuando el niño maleducado y consentido que vive dentro de ese gorila tatuado y gordo en que se ha convertido Maradona, no pudo soportar más. Tuvo lugar así la conflagración clásica de esa dualidad que caracteriza a todo conflicto psicótico: amor y odio sin posibilidad de separación. Amor paternal a Messi, su hijo futbolístico, y odio a ese vástago que hoy aparece ocupando “el lugar del padre”.

Maradona lo consiguió: un día después del partido en el que a Sampaoli y su tropa se les iba la vida, las fotos de todos los periódicos del mundo aparecieron centradas en las aberraciones de Maradona y no en la genialidad de Messi.

Escribo estas líneas solo como un intento de fijar algunas ideas evidenciadas por Maradona en su lamentable espectáculo mediático. Ese que fue la cristalización de lo que ha sido su vida desde que llegó al mundo, allá en la Villa Fiorito, uno de los barrios más pobres del antiguo Buenos Aires.

Su relación íntima con la pelota de trapo, después de cuero, su llegada a Argentinos Juniors, el apelativo de “pibe de oro” con que la prensa lo bautizó desde su debut, y luego una carrera de triunfos y goles imposibles de resumir en un itinerario que pasa por Boca, sigue por el Barça, y culmina trágicamente en Nápoles, donde se convertiría en el icono de una rebelión popular en formato futbolístico en contra del norte italiano, pero también en víctima de los tentáculos de los capos de la “camorra” quienes le envenenaron el cuerpo y el alma a punta de cocaína.

Situado entre el mundo de lo simbólico y de lo real-imaginario, Maradona no logró separar al mito en que lo convirtieron, del hombre real que nunca llegó a ser. El niño porteño terminó así convertido en un ser alucinado por su propia leyenda y por la utilización del mito llevada a cabo por los inescrupulosos dueños del poder, sobre todo del poder de los poderes: el político.

Fidel Castro, a quien jamás interesó el fútbol, lo lleva a los hospitales “milagrosos” de La Habana, desde donde salió más enfermo que antes. Chávez, otro alucinado, intentó transformarlo en el Che Guevara del fútbol mundial. Los Kirchner, oportunistas como siempre, inventaron el “maradonismo” como ideología política, hasta llegar a Rusia, invitado por el “padre de todas las dictaduras del mundo”: Vladimir Putín.

Allí en San Petersburgo, mirando hacia el cielo desde la tribuna, justo cuando todos los hinchas de su país coreaban el nombre de Messi, no pudo aguantar mas y explotó.

Maradona es ya un muerto en vida. Un hombre sin remedio, sin reconciliación y -para el fariseísmo del moralismo mundial- sin perdón.

Maradona está enfermo. Pero la suya no es una gripe ni una infección. La suya es una enfermedad consustancial a la condición humana. Hay, por cierto, algunos más enfermos que otros. Pero todos, sin excepción, llevamos a nuestro maradonita escondido dentro del alma. En algunos -es el caso del Diego -asoma con fuerza hacia el exterior. En otros, parece dormir, hasta que despierta siniestramente en nuestros sueños y pesadillas, o en reacciones repentinas que nunca creímos poseer.

He estado mirando lentamente el video que nos lo muestra haciendo gestos obscenos y pantomimas místicas. Se trata evidentemente de simples actos exhibicionistas. Con ello quería decir: mírenme. Yo existo. Yo soy yo. Yo soy el que era y fui y quiero seguir siendo. A su modo, y en un estilo pueril, Maradona actuaba en defensa propia frente a su propia culpa, esa que el gran Carlos Gardel definió mejor que nadie en un tango: “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”.

¿Quién al fin y al cabo quiere dejar de ser ese chico a quien todos admiraban cuando desde muy chiquito hacía lo que quería con la pelota de trapo en sus pies?, ese futbolista precoz llamado el “pibe de oro”, esos cientos de goles con o sin la mano de Dios, ese mediocampista fiero que se metía en el área chica a pura gambeta entre un bosque de piernas, ese era Maradona. Y Maradona quiere ser Maradona, y como nunca volverá a ser Maradona, intenta al menos ser un anti-Maradona. O, dicho de otro modo: si ya no es amado, al menos quiere ser odiado.

Lo logró. Maradona lo logró: no nos dejó indiferentes.

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