“La tiranía de un príncipe en una oligarquía no es tan peligrosa para el bienestar público como la apatía de un ciudadano en una democracia.”
Montesquieu
Terminó el aquelarre. Todo parece incidental y gótico en las redes sociales, también en las emisoras y canales, aun en las conversaciones de la calle. De pronto, parece que nadie quiere recordar lo sucedido.
Luego de la explosión frenética que causó la noticia que muchos gritaron y otros lloraron, todos sin hacer ruido, en forma ahogada, sin cohetes ni rancheras, sino en la soledad agazapada de su alma en vilo, esa que no quieren desnudar, por pudor o por miedo a descubrir para sí mismos, el enorme y putrefacto olor de sus almas carcomidas por el odio.
Y es que, ¿cabe alguna duda? Juan Orlando Hernández es el presidente más odiado de la historia. Por más esfuerzo mental que se haga, no se puede conseguir un veredicto distinto. Su mirada sombría, su sonrisa guasona y fingida, su voz artificiosa, sus maneras enhiestas, desprovistas de calidez no ayudaban mucho.
Nadie, ni sus colaboradores, ni sus amigos tenían la confianza necesaria para quererlo. Mas bien le temían y aunque hipócritamente recen “volverá”, en el fondo agradecen al Tío Sam el haberles quitado esa némesis.
Aun así: ¿Por qué tanto odio? ¿Qué hizo o no ese hombre menudo y temerario para concitar ese encono y enfermar tanto el corazón de los hondureños? Y más importante aún: ¿Habrá alguna forma de desprendernos de esa aberración que, de seguir ahí, continuará estorbando nuestro desarrollo, bienestar y, por ende, nuestra felicidad?
Está claro que él no se molestaba en intentar ser querido. Sus acciones, su manifiesta y soberbia actitud lo mostraron siempre como un ser despreciable. Olvidemos por un instante lo del narcotráfico. No debió ser diputado en 2002, estaba inhabilitado. En 2012, siendo presidente del Legislativo, asestó un severo golpe de estado, cuando sin tapujos y ayudado por sus comechados, desarticuló la Sala de lo Constitucional y orquestó así su “pieza maestra”: la reelección del 2017, que de forma descarada lo atornilló al poder sin consentimiento legal o popular.
Sin embargo, otros políticos tampoco andan muy lejos y tampoco concitan tanto desprecio. Vale la pena preguntarnos Por qué. ¿De dónde viene el odio?
Gracias a la psicología, sabemos que el odio es el hermano menor del miedo, pues el miedo precede al odio. Detrás de cada odio hay, inevitablemente, un miedo. Así nos explicamos que cuando la mayoría de los habitantes de una nación, incluyendo a sus gobernantes, han sido dominados por el miedo, pueden cometer las más increíbles atrocidades. La historia está llena de ejemplos. Algunos demasiado cercanos, demasiado recientes.
A través del odio intentamos destruir “al otro” o “a lo otro”, es decir, a eso que supuestamente no nos deja ser lo que deseamos ser. En ese sentido tanto el miedo como el odio serían reacciones naturales frente a peligros externos o imaginarios. Está demás decir que el espacio de la política es muy apto para servir de campo de proyección a los deseos de odio y amor que anidan “en el fondo” de cada ser.
Pero más allá de todo, el momento es propicio para preguntarnos si vale la pena seguir cultivando el desprecio como arma para saciar el vacío que, sin duda, atormenta el corazón de muchas y muchos.
Quizás sea mejor comenzar a presionar desde la ciudadanía por los cambios que requiere la coyuntura. Una justicia independiente y profesional; una mejor actitud legislativa e instituciones concentradas en fomentar la libertad. Pero tal vez sea mucho pedir y deberemos conformarnos con esperar que se lleven al siguiente para poder exhibir de nuevo y sin pudor, ese odio que nos ahoga e impide que seamos mejores.
El llamado es pues, a quienes hoy observan impávidos lo sucedido. Tal vez todo lo ocurrido es positivo si sirve para activar los cambios necesarios. Pero quizás, es mucho pedir. No respondemos entonces si nos toca, más adelante, vivir otro aquelarre como el del viernes 8 de marzo de 2024, para despertar, un día después, con la resaca endiablada y el ansia de que sucedan cambios que no llegan.