Tegucigalpa. – A punto de que se vencieran los plazos del calendario electoral, en un clima de tensa espera y no poca desesperanza, los ciudadanos fuimos sorprendidos con un arranque de súbita vocación legisladora por parte de los diputados del Congreso Nacional que, en un santiamén, “discutieron”, afinaron y aprobaron la nueva legislación electoral, la misma que regirá durante el proceso hacia las elecciones generales del próximo mes de noviembre.
La aprobación y puesta en vigencia de la nueva Ley Electoral cierra un ciclo de debates crispados, a la vez que abre otro de intensidad parecida. Durante el primero, los protagonistas discutían sobre las posibilidades de que fuera aprobada la Ley, los puntos más polémicos de su posible contenido y la urgencia o inutilidad de su puesta en práctica. En esta segunda fase, en cambio, la discusión ha empezado a girar en torno a la calidad misma de la Ley, sus elementos positivos y aquellos que, supuestamente, no lo son.
Es normal que un instrumento legal tan importante despierte pasiones y entusiasmos primarios, a la vez que genere confrontación de ideas y choque de opiniones. Incluso es saludable para la democracia que los ciudadanos se incorporen con decisión al debate y expongan sus puntos de vista sobre la letra y el espíritu de la nueva Ley.
Como es lógico, toda reforma política está destinada a alimentar polémica y controversia, en la misma medida en que hay reformas para avanzar y otras para retroceder. También las hay para congelar el estatus quo, cambiando lo mínimo para conservar lo máximo. Hay para todos los gustos y todas las opciones.
En el caso concreto de la nueva Ley recién aprobada, una cosa es cierta: es una ley que refleja una reforma electoral inconclusa. Es decir, una reforma a medias, que adelanta un paso y retiene dos, que combina con malévola astucia el avance y el retroceso, sin descuidar por ello la parálisis y el inmovilismo. Una pequeña obra de la picaresca criolla, muestra evidente de la subcultura política de sus autores.
En este sentido, la nueva Ley se inscribe en la larga lista de las “reformas inconclusas” que forman galería a lo largo de nuestra historia, desde la reforma morazánica en la post independencia hasta el “reformismo militar” de la primera mitad de la década de los años setenta en el siglo pasado, sin olvidar, por supuesto, la fracasada reforma liberal que impulsaron Marco Aurelio Soto y el brillante Ramón Rosa ya casi a finales del siglo XIX. Todos esos esfuerzos, por causas tan diferentes como insuperables, resultaron frustrados por la medianía y destinados a ser mutilados e inconclusos. Es como si el país estuviese condenado a vivir cambios incompletos, fases distorsionadas de la evolución histórica, sueños imperfectos. Ya se ha dicho: llegamos tarde a las citas con la historia y abandonamos en forma prematura el escenario.
Pero bien, dirán algunos, al menos tenemos nueva Ley y contaremos con reglas más claras y menos opacas al momento de las futuras elecciones. Yo sería muy cuidadoso en eso de “nueva Ley”, tomando en cuenta que hace un par de meses, nuestro Centro de Documentación, el CEDOH, publicó en su serie “Documentos de Análisis” un estudio comparativo de la legislación electoral reciente, poniendo el énfasis en dos textos, el de la Ley anterior (LEOP, 2004) y el que entonces era apenas un anteproyecto de ley discutido en el Congreso Nacional y que hoy se ha convertido en legislación vigente. Sus diferencias, aunque las hay, claro está, no son ni tan notorias ni tan sustanciales. Modifican procedimientos, recortan privilegios, aunque tratan de reponerlos por otra vía, modifican el esquema de representación y afinan métodos de transparencia y mecanismos antifraude. Todo ello reviste a la nueva Ley de algunos elementos novedosos, aunque no sean suficientes todavía para calificarlos de reforma electoral verdadera. Todavía quedan muchos vacíos por llenar y muchos pasos para avanzar.