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La cara oculta de la inteligencia artificial: contaminación, energía y silencio

Gabriel Levy

El avance de la inteligencia artificial seduce al mundo con promesas de eficiencia, creatividad automatizada y soluciones a problemas complejos. Pero mientras la opinión pública apunta a la innovación, una sombra pesada crece al margen: la huella de carbono de la IA.

Esta tecnología, que parece intangible, deja una marca tangible sobre el planeta. Y, sin embargo, pocos hablan de ello. El costo ambiental de la inteligencia artificial merece ser parte urgente del debate público.

“El futuro ya no es lo que era” — Paul Valéry

Cuando Paul Valéry escribió esa frase, no imaginó un porvenir controlado por algoritmos y servidores que devoran energía con hambre insaciable. Sin embargo, la reflexión sigue vigente para entender lo que está ocurriendo hoy con el desarrollo de la inteligencia artificial.

Desde sus primeros experimentos en laboratorios universitarios hasta su actual expansión masiva, la IA evolucionó con una promesa de automatización y eficiencia que, paradójicamente, demanda cada vez más recursos naturales.

Durante años, la atención se centró en los avances técnicos, desde el aprendizaje profundo hasta los modelos de lenguaje generativo.

Lo que quedó fuera de la conversación fue el precio ambiental que implica entrenar y mantener estos sistemas. Investigadores como Kate Crawford, autora de Atlas of AI, denuncian esta omisión: “la IA no es sólo una creación matemática; es una red física, con impactos materiales en el medioambiente, en los cuerpos humanos y en la economía global”.

El entrenamiento de un solo modelo de lenguaje de gran escala puede consumir más de 300 toneladas de dióxido de carbono, según un estudio de Emma Strubell (2019) de la Universidad de Massachusetts Amherst.

Esa cifra equivale a las emisiones de cinco autos durante toda su vida útil. A medida que la tecnología se hace más compleja y omnipresente, el costo energético también se incrementa, arrastrando consigo consecuencias que aún no hemos aprendido a medir en su totalidad.

“La inteligencia artificial necesita una mina de litio y una central térmica”

Para que una máquina piense, se necesita infraestructura. Y esa infraestructura no es virtual. Enormes centros de datos, servidores con refrigeración constante, redes de energía que mantienen activos millones de parámetros: todo eso es parte de la maquinaria que da vida a la IA.

Empresas como Google, Microsoft y Amazon gestionan estos complejos en países estratégicos, buscando combinar eficiencia energética con costos reducidos, pero incluso en sus versiones más “verdes”, estos sistemas consumen una cantidad desorbitada de recursos.

El entrenamiento de modelos como GPT-3 o GPT-4, según estimaciones de Hugging Face, puede implicar un consumo de energía equivalente al de 126 hogares estadounidenses durante un año.

Además, gran parte de esta energía aún proviene de fuentes no renovables. El carbón y el gas siguen siendo protagonistas invisibles en la expansión del “pensamiento” artificial.

No es solo cuestión de electricidad. Los materiales necesarios para fabricar los chips, procesadores y dispositivos que alimentan la IA también tienen su huella. Litio, cobalto, níquel, tierras raras: todos provienen de regiones que ya enfrentan tensiones ambientales y sociales por la extracción intensiva. Como advierte el investigador danés Anders Sandberg, del Future of Humanity Institute,

“la IA no está en la nube: está en el suelo, en los minerales, en las minas y en los cables que atraviesan continentes”.

La paradoja es evidente: una tecnología diseñada para optimizar procesos, que podría ayudar a mitigar el cambio climático mediante predicciones y análisis, se convierte en parte del problema por su estructura de funcionamiento. Y en ese silencio incómodo, la sostenibilidad queda relegada a notas al pie de página.

“Entrenar un modelo cuesta más que iluminar un estadio”

Detrás del velo glamoroso de la inteligencia artificial operan procesos energéticos que rivalizan con los sectores más contaminantes. Los modelos de lenguaje, visión computacional o predicción climática necesitan ser entrenados en múltiples etapas. Cada iteración exige más cálculos, más servidores, más refrigeración. Y una vez entrenados, no se detienen: siguen operando, almacenando datos, atendiendo consultas, reproduciendo resultados, con una demanda energética constante.

Esta dinámica se traduce en una huella de carbono que crece con la ambición del modelo. Si el objetivo es crear sistemas más complejos, más precisos y más “humanos”, entonces la energía requerida también escala. En palabras del filósofo francés Éric Sadin, autor de La Siliconización del mundo, “hemos delegado la inteligencia a sistemas que consumen más que lo que el planeta puede sostener”.

El problema se agrava porque no existen regulaciones claras ni estándares globales sobre el impacto ambiental de la IA. A diferencia de otras industrias, el sector tecnológico aún opera bajo la ilusión de ser limpio, intangible, neutro. Esta percepción alimenta la inacción.

No hay etiquetas de carbono para aplicaciones de inteligencia artificial. No hay declaraciones obligatorias de consumo energético para desarrolladores. Y mientras tanto, los modelos se multiplican.

En los países donde se alojan los centros de datos, el impacto también se deja sentir. Islandia, por ejemplo, experimentó un aumento del 45% en su consumo eléctrico tras la instalación masiva de servidores destinados a la minería de datos e IA. En Estados Unidos, la Agencia de Protección Ambiental reportó que los centros de datos representan más del 2% del consumo total de energía, una cifra que crece cada año sin señales de desaceleración.

“Un algoritmo también puede contaminar”

Los casos se acumulan. OpenAI, al lanzar ChatGPT, utilizó la infraestructura de Microsoft, que opera uno de los centros de datos más grandes del mundo en Iowa.

Ese centro, si bien presume de eficiencia, consume más agua que una pequeña ciudad para mantener sus servidores refrigerados. Meta, por su parte, ha sido criticada por sus centros en Nuevo México, donde las comunidades locales denuncian escasez de agua mientras los servidores siguen en funcionamiento constante.

En China, Baidu entrenó su modelo de lenguaje Ernie en instalaciones alimentadas por carbón, lo que generó protestas entre ambientalistas que denunciaron el doble discurso: por un lado, el desarrollo tecnológico; por otro, el agravamiento del cambio climático.

En paralelo, Amazon Web Services enfrenta cuestionamientos en India y Brasil, donde su expansión pone presión sobre ecosistemas locales y comunidades vulnerables.

Ni siquiera los proyectos “verdes” están exentos. Google, que intenta operar con energías renovables, reconoció en su informe de sostenibilidad de 2023 que sus emisiones crecieron un 20% debido al entrenamiento de nuevos modelos de IA. Incluso cuando la energía proviene de fuentes limpias, la magnitud del consumo sigue siendo un problema.

Este escenario plantea una disyuntiva ética y política: ¿estamos dispuestos a sacrificar recursos naturales finitos para que una máquina pueda escribir un poema, dibujar una imagen o resolver una ecuación? ¿Quién decide qué tipo de consumo energético es justificable en nombre del progreso tecnológico?

En conclusión, la inteligencia artificial no es inocua. Su expansión acelerada conlleva costos ambientales que aún no hemos integrado al debate público. La huella de carbono, el consumo de agua, la extracción de minerales y el gasto energético desafían la promesa de una tecnología “limpia”. Reconocer estos impactos es el primer paso hacia un modelo más sostenible, donde el desarrollo de la IA no sea una amenaza para el equilibrio ecológico del planeta.

Referencias:

  • Crawford, K. (2021). Atlas of AI: Power, Politics, and the Planetary Costs of Artificial Intelligence. Yale University Press.
  • Strubell, E., Ganesh, A., & McCallum, A. (2019). Energy and Policy Considerations for Deep Learning in NLP. arXiv preprint.
  • Sadin, É. (2016). La silicolonización del mundo. Caja Negra Editora.
  • Sandberg, A. (2020). Future of Humanity Institute, University of Oxford.
  • Google Environmental Report 2023.
  • EPA Data Center Energy Usage Report, USA.
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