Hacer realidad las intenciones

Por: Julio Raudales
Tegucigalpa.– En noviembre de 1999, hace ya casi 20 años, Honduras fue declarada oficialmente por los directorios del FMI y el Banco Mundial “País Pobre Altamente Endeudado”.

Éramos el estado número 24 en el mundo en entrar a la lista y el segundo del continente americano luego de Bolivia, que lo había hecho en 1996. Nicaragua lo haría solo unos meses después.
El título, no precisamente nobiliario, nos lo ganamos de manera injusta si consideramos el inmenso valor de nuestros recursos físicos, naturales y humanos, los cuales por la atrofia de nuestras instituciones, no han sido suficientes para lograr una producción elevada que permita a los ciudadanos y ciudadanas un nivel de vida decente.
Las autoridades celebraron el hecho y lo anunciaron con fanfarria, ya que el mismo permitía iniciar un proceso de condonación de una buena parte de nuestra deuda externa.
Hoy, a más de tres lustros de distancia de aquel hecho, es útil reflexionar en torno a esta condición terrible que aún nos abate.
Es curioso, pero el hecho de ser reconocidos mundialmente como pobres, sirvió para que por primera vez en la historia, los gobernantes se dieran a la tarea de medir la magnitud del problema, ubicar a las víctimas, buscar las causas y tratar de definir una estrategia política para salir de la situación.
Digo que es curioso, porque en casi dos siglos años de vida republicana nos habíamos dedicado a desvivir de la manera más indigna, cultivando costumbres inicuas como la corrupción y el secuestro de nuestras instituciones democráticas para uso exclusivo de una clase política inefectiva y decadente.
Lo trágico del asunto, es que la Estrategia para la Reducción de la Pobreza (ERP), como llamaron a este tardío aunque esperanzador proceso, no nació precisamente como consecuencia lógica de nuestra grave situación social y económica, ni del compromiso por combatirla; más bien tenía como propósito fundamental aliviar la carga fiscal que implicaba pagar más de US$1000 millones anuales para servir una deuda que incrementaba a razón de US$ 300 millones cada año.
Es decir, la ERP tenía mal puesto el nombre, era una Estrategia para lograr el alivio de la deuda, ¡triste realidad!
Finalmente, la ERP fue aprobada a fines de 2001. El Presidente Flores que culminaba su mandato, la presentó oficialmente como una de sus últimas acciones de gobierno.
En 2002, las nuevas autoridades cedieron a regañadientes las presiones externas para aceptar un programa heredado del gobierno anterior.
Pese a no tener un plan estructurado, el nuevo gobierno no vio la ERP como una oportunidad para darle lógica a su gestión y la utilizó únicamente para satisfacer demandas de la Cooperación Internacional y algunos grupos de sociedad civil interesados en tener un proceso que guiara su trabajo.
A nivel oficial, solamente un pequeño reducto de técnicos empujábamos en espera de un mayor compromiso político de nuestros jefes.
Debo confesar que pecamos de ingenuos: Debimos entender que una vez que se lograra el propósito final, el proceso entraría a la galería de las cosas que se tiran al cesto.
Esa vergonzosa tarea le correspondió al Presidente Zelaya.
Por más sana que sea la intención de nuestros políticos -creo que al asumir sus cargos los mueve el deseo de que las cosas mejoren- nunca he podido comprender qué les impide trascender del discurso a los hechos.
Creo que alguien debe convencerlos de que tienen la oportunidad de alcanzar la gloria, si utilizan con inteligencia los mecanismos de los que ya disponen: Un programa bien estructurado y un sistema de seguimiento para administrarlo son las herramientas; después, quedará la voluntad firme de ser verdaderos estadistas y no ceder a la tentación de la politiquería.

La ERP quedó en nada, el Plan de Nación desfallece en espera de ser aplicado. ¿Qué más nos queda? Ojala y no sea tarde para recapacitar. La ciudadanía tiene la palabra.

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