Adam Smith, profesor de filosofía moral, referente eterno, junto con John Looke, David Hume, Emmanuel Kant, Voltaire y otros, de la “ilustración”, ese salto cognitivo que en el siglo 18, provocó los cambios necesarios para que el ser humano se alejara de su infancia y se convirtiera, para bien o para mal, en el dueño absoluto del planeta, Adam Smith, el forjador de la ciencia económica, fue también el primer pensador que enalteció las virtudes de los empresarios como creadores de riqueza y bienestar.
«No es de la benevolencia (solidaridad) del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses. Es la mano invisible del mercado, que hace que toda la sociedad se beneficie del hecho de que los individuos busquen su propio beneficio particular”, decía el viejo Smith en su obra seminal La Riqueza de las Naciones.
La posteridad le ha dado la razón al escoces: Está demostrado que a mayor libertad empresarial y mejor complementariedad entre el sector privado y el sector público, mas transparencia en las relaciones y reglas claras, que faciliten la competencia y eliminen las distorsiones o fallas del mercado, hay mas ingresos, mayor riqueza, mas conciencia social y por ende, mejor nivel de vida. Cientos de rigurosos estudios dan fe de que aquellas naciones en donde se respeta la iniciativa empresarial, la gente vive de forma mas libre y con menos aprehensiones. La ruta, por tanto, está trazada.
Pero de la lógica expuesta por Smith, se puede deducir un elemento clave: Para que una empresa tenga éxito, es necesario el afán de lucro, el deseo legítimo de ganar por parte del emprendedor y, sobre todo, que existan las facilidades y regulaciones necesarias, para garantizar que los mercados funcionen bien, es decir, se requiere de un estado responsable y consciente de su rol para garantizar que la sociedad sea funcional.
Lamentablemente, en nuestros países, los políticos han desestimado esta sencilla regla y dedican sus esfuerzos fundamentalmente a corromper, con la venia y apoyo de empresarios corruptos, los principios básicos que garantizan el bienestar y la convivencia de la sociedad. Así no hay forma de salir adelante.
Uno de los adefesios con los que políticos e intelectuales han corrompido esta visión de ordenamiento social, es la proliferación de empresas paraestatales o empresas públicas, que si bien, pudiesen ser muy eficientes, parecen ser, en el caso de nuestros países, una de las principales razones del deterioro institucional y de l nivel de vida de la gente.
Honduras parece estar a la vanguardia en esta equivocada forma de manejo público. Todo comenzó en 1950, luego de la constitución formal del estado. Los diseñadores del modelo de gestión pensaron, quizás con buena intención, que hay ciertos servicios prioritarios, cuya garantía en la prestación, solo es posible si son prestados por el gobierno. Fue así como se crearon las empresas públicas.
Las décadas del 60 y 70 fueron prolíficas en esta expansión empresarial por parte del sector público. Inspirados en los postulados de Raúl Prebisch, destacado economista de la CEPAL y en la explosión financiera causada por el incremento en el precio internacional del petróleo, los gobiernos latinoamericanos obtuvieron mucho financiamiento e incrementaron el número de empresas proveedoras de servicios.
En el caso de Honduras, llegó a haber 26 empresas públicas en la década de los 80s. Algunas como la ENEE, el SANAA, Hondutel y la Empresa Nacional Portuaria, ofrecían servicios clave para la población. Otras, como Correos, Banasupro, Banadesa, Lotería Nacional, CONADI, Cohdefor, etc, intentaban competir con emprendimientos privados, para mejorar la producción nacional. Poco a poco, la realidad se ha ido haciendo cargo de ellas y el gobierno se ha visto obligado a cerrarlas por disfuncionales.
Quedan todavía 8: La ENEE, el SANAA, Correos Nacionales, Ferrocarriles, la Portuaria, Banadesa, Hondutel y el PANI. Todas ellas deficitarias y por ende, provocadores de mayor carga impositiva, lo cual resta libertad a la población y sobre todo, desvía recursos financieros gubernamentales que bien podrían servir para mejorar los servicios básicos de educación, salud y otros.
La nueva administración tiene una oportunidad única en la historia para revertir la forma viciosa en que estas empresas deficitarias, que no han mejorado la provisión de servicios, puedan desempeñarse para lograr el bienestar común que tanto necesita el país.