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El sainete

Julio Raudales

El mundo entero parece hundirse de proa a popa; de estribor a babor, en una deriva autoritaria. Lo peor es que a la mayoría de la gente le complace, le gusta, parece conforme; la academia solo se lamenta y no propone; el Sistema de Naciones Unidas, con su descascarada y ruinosa burocracia parece estar paralizada aun; los empresarios se sienten gananciosos con la situación y los políticos, simplemente y, como era de esperar, se adaptan.  

En Europa, las otrora guardianas de la democracia liberal Alemania, Reino Unido y Francia, sucumben al canto de sirenas de líderes desalmados que, con la promesa de limpiar a sus países de la ignominia migratoria, se están haciendo, sin pausa, pero sin prisas, del poder.

En América, desde Canadá, donde Trudeau es ya poco menos que un cadáver político, hasta la tierra del fuego, en donde Milei hace la revolución libertaria, ya que la de los peronistas fracasó y el Chile de Kast que, sin duda, llegará al poder esgrimiendo, ya no la promesa del muro trumpista, sino la de una zanja -como la de los castillos medievales- para que no pasen ni peruanos, ni bolivianos, mucho menos los indeseables haitianos y venezolanos.

En todos lados soplan vientos, no conservadores ni liberales -por cierto ¿Qué pasó con los democratacristianos o socialdemócratas? – No. La solución anhelada retrocede al parecer un siglo, a la segregación, al menosprecio por la diversidad, al rechazo del intercambio comercial y cultural, a la libertad de expresión y nos coloca peligrosamente en el control de medios, la autarquía y la ancestral obsesión que los humanos hemos tenido por los mesías componedores de vidas y salvadores de la moral. Solo que, a diferencia de los tiempos del “pintor austriaco”, la tecnología es lo suficientemente avanzada para que estos macarras logren fácilmente sus objetivos.

Lo que aprendimos sobre la política ya no nos sirve. Si creímos que lo de las dos guerras del siglo anterior era lección aprendida, estábamos supinamente equivocados. Lo peor de todo es la incertidumbre. No sabemos dónde nos llevará esa triada, a la vez tenebrosa y fantástica, compuesta por el algoritmo, las redes sociales y la amenaza climática. Todo está oscuro en el horizonte y no hay respuesta a las necesarias preguntas: ¿Tiene futuro la democracia? ¿Servirá de algo la tecnología?

Solo en países como Honduras es que el tiempo discurre como si no pasara nada. Macondo aquí se quedó pequeño. Las escuelas sin energía, infantes y ancianos desnutridos, las mujeres violentadas y excluidas. Para colmo, nos amenazan con algo que debería ser motivo de fiesta: el retorno de cientos de miles de exiliados económicos que, de volver, no tienen un lugar aquí, no porque no haya potencial, sino porque esta tierra yerma no ha sido ni será nunca bien administrada.

Las 45 semanas que aún le restan al año, estarán signadas por la campaña electoral. Los políticos la preparan como feria de aldea. Las calles de la capital y otras ciudades se forraron ya de cartulinas donde exhiben sus patéticas sonrisas a la caza del voto. Resuenan por calles y medios de comunicación las trilladas cancioncillas de siempre y en los noticieros se escucha el muladar de los insultos y descalificaciones.

¿Qué hay de diferente esta vez? Nada. Quizás la terrible sensación de que caminamos más aceleradamente cuesta abajo. Se aprobó el presupuesto, ya no en enero sino en febrero y mediante un sainete que solo sirvió para esconder lo que ya muchos temíamos: lo importante era darle vida al contrato de energía más nocivo de la historia. Precisamente por ellos, los que en el 2021 prometían cambiarlo todo. Y, cómo bien dijo Felini en su excelso “Gato Pardo”, en efecto, todo cambió para que no cambie nada.

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