
Que la política suele ser sucia, sobre todo en contiendas electorales, no lo vamos a descubrir ahora. Incluso en países democráticamente maduros y bien constituidos, cuando llega la hora de la máxima disputa, los contrincantes se dan con todo.
¿Cuántas cosas no le dijeron a Obama cuando fue candidato? Las alusiones al color de su piel fueron levedades comparadas con las difamaciones que lo acusan de islamista y de comunista.
Como en el fútbol cuando se juega una final, la política tiende a desbordarse de sus cauces hasta el punto de que en algunos momentos puede llegar a parecerse a su madre: la guerra.
Comparar a la política con un juego no es un simple recurso metafórico. La política es un juego por la sencilla razón de que debe ser sometida a reglas y al igual que los juegos deportivos, arbitrada. Sin un buen arbitraje no hay regla que valga. Imagine usted una final entre Olimpia y Motagua sin un árbitro. Si alguien sobrevive será simple casualidad.
Con una final electoral entre dos partes políticas podría ocurrir lo mismo. Por eso toda contienda electoral requiere de árbitros y un reglamento claro que todo el mundo esté dispuesto a acatar. En ese sentido al Consejo Nacional Electoral (CNE) le ha sido concedida la función de arbitrar en las elecciones y existe una Ley Electoral que debería ser adaptada a las condiciones naturales del país. Vale la pena preguntarse si a menos de 120 días para las próximas elecciones, nuestro tinglado institucional está preparado para satisfacer las aspiraciones de una realidad política distinta a la que nos encontró en 2021.
En política, sin embargo, a diferencias del fútbol, hay otros elementos que intervienen en la regulación del juego. Estos elementos derivan de la propia naturaleza de los partidos políticos, cuya actividad está constituida por líneas antagónicas pero también transversales.
En la política, en efecto, no solo hay enfrentamientos sino también alianzas. Por lo mismo, a diferencia de la guerra, los antagonismos políticos no son siempre irreconciliables. Lo sucedido hace cuatro años, cuando Salvador Nasrralla se alió con el partido Libre, es un claro ejemplo de cómo pueden cambiar las realidades cuando se liman diferencias en pos de un objetivo común.
En la política, para que sea política, no puede haber enemigos mortales. En la política el enemigo de hoy puede ser, si no un amigo, por lo menos un aliado de mañana. Así se explica por qué en la mayoría de las campañas electorales la autocontención de las partes puede ser tan efectiva como la contención que proviene de las leyes.
Esta vez, las cosas son distintas. No es posible pensar en una contienda al uso, signada por las reglas que tradicionalmente han impulsado los procesos anteriores. Es indispensable forzar un dialogo que ayude a romper el nudo gordiano que los ocioosos políticos sin ideas ni escrupulos nos tiene, como en otras ocasiones, muy cerca de un callejón sin salida.
Existen sin duda, elementos que diferencian el actual proceso de los anteriores: Hoy más que en 2021 y 2013, pende sobre muchos políticos y empresarios, la espada de damocles de los escándalos propiciados por el narcotráfico y la corrupción. Algunos han decidido echarse atrás y bajar el perfil, aunque permanecen agazapados esperando el momento de saltar de nuevo al ruedo. No cabe duda que los próximos cuatro meses vienen pletóricos de sorpresas no muy agradables para una clase política que hasta hoy estaba acostumbrada al beneficio de la impunidad. Esperemos entonces que por fin, el agua, el fuego, el aire y los movimientos telúricos que seguramente tendremos pronto, nos ayuden a limpiar por fin el yermo en que vivimos.
Todos esos momentos deberán culminar en el objetivo principal: la democratización del país. Pero siempre paso tras paso, de modo civil, con la frente en alto y con la constitución en la mano. No hay ningún otro camino.