
La democracia languidece y es fácil entender por qué.
La democracia se desmorona en estos días aciagos, sobre todo porque se dedica a prometer un mundo mejor en un entorno agobiado por la miseria y porque las expectativas que generan sus promesas, se elevan casi al nivel del paraíso terrenal y ya sabemos que ese lugar se perdió y no existe más. Lo demostró bellamente John Milton a inicios de la ilustración.
El dilema democrático se evidencia porque hordas de seres humanos sin talento ni disciplina, encuentran en la política una manera fácil de obtener dinero -el de todos y de nadie- para así permitirse una forma de vida que de otro modo les condenaría al ostracismo y la pobreza.
Estas personas que, a falta de talento se lanzan sin vocación a un oficio que debería estar reservado para los mas sabios (lo dijo Platón), han vulgarizado el ejercicio político y le han generado tan mala prensa, que hacen que sea cada vez más creciente el número de personas que buscan en otras formas de organización social como las dictatoriales, una salida que les permita menguar su frustración.
Cada día es más evidente que en política no están quienes deberían, ni deberían estar quienes están.
Ejemplos de lo dicho abundan en todos lados, pero el hondureño puede ser paradigmático: En 2005, hace veinte años, se eligió la opción que parecía menos dañina entre la propuesta homicida de la pena de muerte y la incertidumbre que provocaba un improvisado sin escuela ni elegancia, en 2009 nos dividió un golpe de estado y se tuvo que elegir lo que había, 2013 y 2017 fueron testigos de la emergencia de un mediocre aprendiz de dictador, cuyo único objetivo y el de los suyos, era hacer negocios, inclusive con los narcos.
El ominoso proceso tiene su corolario en 2021, cuando la gente cansada de tanto sainete fue a votar, no por una propuesta orgánica de desarrollo, sería mucho pedir, ni siquiera por una candidatura atractiva, basada en la inteligencia o carisma de los pretendientes, no. Fuimos a las urnas con rabia, a votar para botar al basurero a la caterva de desalmados que durante doce años desgobernaron al pobre país.
El resultado de ese ejercicio de odio social concitado por los políticos de oficio fue más de lo mismo: improvisación, corruptelas, negociados y, por supuesto, más miseria, desasosiego, impunidad y, sobre todo, la convicción de que podemos seguir así por los siglos de los siglos, sin que nadie se preocupe de cambiar las cosas.
El problema, el gran dilema, es que uno se para frente a la actual oferta y no ve nada nuevo. Lo mismo de siempre: tres candidaturas absolutamente carentes de contenido.
¿Qué hacer?
Pues no abjurar de la democracia. Mientras no encontremos una solución más eficaz para organizarnos socialmente, debemos insistir en utilizarla. ¡Pero utilizarla bien, con virtud! Eso implica convencer a la ciudadanía de la importancia que tiene la participación en los asuntos públicos, pero ya desprovistos del maldito atavismo de la politiquería.
No se trata entonces de participar para obtener una “chamba” sino con la convicción que tendríamos al estar en la junta directiva del edificio o el barrio donde vivimos, para asegurar que la luz, el agua, la eliminación de la basura se harán en orden. ¡Que para eso y no otra cosa es la política!
Henry David Thoreau, el famoso poeta americano lo expuso con claridad meridiana en su famoso ensayo Desobediencia civil: “Nadie debe obediencia a un estado que agrede las libertades de la ciudadanía y se le puede hacer entender esto a través de la rebelión no violenta”. Está también en nuestra Constitución y se logró en parte en noviembre de 2021, cuando la gente, de manera valiente, utilizó las urnas para sacudirse a una clase política atrabiliaria. Debemos mejorar el ensayo ahora y asegurar que este próximo noviembre el cambio llegue de una vez por todas.
Todavía es buen tiempo para organizarse, para aprender a exigir seriedad a nuestros políticos y que entiendan, de una vez, que la política es la acción de la gente en favor de todas y todos, de forma que el servidor público entienda su rol y no confunda más quién manda y quién es el mandado.