Cuando un hermano se va

Por: Lucila Funes Valladares
Usaba calcetas hasta las rodillas y todavía uniforme, cuando Matías me integró a un círculo de estudio. Recién había muerto nuestro padre, él cursaba su tercer año de facultad y yo de ciclo común, y una vez por semana nos reuníamos con sus otras pupilas: Tania Padilla, Minita Palacios y Sonia Zelaya, para conversar cómo transformar a Honduras.

De más está contar como eran aquellas jornadas. Por supuesto que llenas de risas y con los textos de marxismo al lado, que alternábamos con visitas a la Imprenta La República, donde mi hermano recogía las galeras del número de Vanguardia Revolucionaria que saldría publicado el sábado siguiente.
Nos movilizábamos en su popular cucarachita azul, la que nuestra madre había comprado a finales del 71, en la Agencia Merz, y que Jonathán Roussel insistía en afirmar, en su programa de radio, con no recuerdo que aviesos propósitos, que había sido un regalo de Ricardo Zúniga Augustinus al fundador y secretario general del Frente Estudiantil Socialista.
Leer y estudiar con Matías no me era ajeno. Desde que tengo uso de razón recuerdo haber pasado horas con él en el que llamábamos el “cuarto de atrás” de nuestra casa, una especie de bodega y biblioteca donde nuestra madre había guardado todos los libros que sobraron del Bazar Alba Rosa, el cual había sido un extraño concepto de librería-pulpería que ella y mi padre clausuraron a finales de los años cincuenta, y que todavía recuerdan miembros de viejas generaciones que fueron sus clientes.
(Por cierto, fue en esa misma habitación, convertida años después en dormitorio, donde lo vi gastándole las primeras bromas a su primogénita, Hanoi, cuando le acercaba un dedo a uno y otro lado de la boca para hacerle creer que era un biberón).
Allí disfrutábamos las aventuras de Sandokán, leíamos a Verne, Dickens y Dumas, las lecturas fáciles de la Colección Pulga, intentábamos memorizar los sonetos más famosos, moríamos de la risa con una colección de revistas de chistes importadas de España, y él reafirmaba su afición por Stefan Zweig y sus biografías. Cada vez que concluía la lectura de un libro, lo fichaba en un cuaderno, que incluía el mes y año en que lo había leído y todas sus señas bibliográficas.
Para entonces despertó su vocación de maestro. Muchas veces escribía una reseña de los libros leídos pero prefería cultivar su memoria contándonoslo a mi hermana y a mí, con esa sencillez extraordinaria que luego aplicaría para enseñar la filosofía. Varios “los leí” a través suyo, pero recuerdo uno en especial que nos leyó a ambas durante un viaje de nuestros padres: Corazón, de Edmundo de Amicis.
Años después, con Matías y el que era mi novio y luego sería también mi esposo, José Manuel, jugaríamos a apostar quien leía más libros durante cada semestre, con libreta de fichas a mano y nuestra palabra de honor.
Con Matías las vacaciones de escuela jamás fueron aburridas, entre libros, potras, dominós, estrella, naipes, notenojes, guerras de almohadas, aprender a montar la bicicleta o juegos inventados a partir de observar a las personas, él siempre estará en el recuerdo de aquellos meses.
A mis doce años cumplidos, Matías era ya un militante comunista y yo una huérfana de padre. Yo pienso que en la orfandad o sin ella, los hermanos menores se forman en los principios y valores de sus padres a través de sus hermanos mayores, porque estos tienen tiempo y autoridad para transmitirlos. Por eso quizás no lo recuerde como un niño, aunque apenas nos separaban seis años. Es que Matías siempre fue grande.
Durante su vela y sepelio quienes nos acompañaron confirmaron lo que también se ha expresado por los medios de comunicación, su ponderación para hablar, su tolerancia frente a las ideas, su solidaridad, su consecuencia. En vida, hubo quienes adversaran que pudiera sentarse en un foro con Romeo Vásquez Velásquez, asistiera a un programa de televisión de Mel Zelaya,  estuviera frente a frente con Oswaldo Ramos Soto o llamara amigo a Pepe Lobo.
Pero es que Matías tuvo una cualidad que no destacó nadie y que yo nunca le dije, era terco. Terco con sus principios, que defendía en cualquier espacio y por encima de cualquier escenario. Para aprender de sus ideas, había que despojarse de actitudes sectarias y escucharlo. Varias veces mi hijo Manuelito se asustaba porque su tío aceptaba comparecer públicamente con personas que  considerábamos non gratas, pero al final siempre coincidía con lo que decía.
Expresaba su pensamiento con un lenguaje elegante pero sencillo y sin titubeos, como si estuviera leyendo. Historiador nato empedernido, explicaba el hoy a partir del ayer, y al fundamentar sus argumentos con sus conocimientos, creaba nuevos conocimientos. Jamás pronunció malas palabras, ni en los espacios públicos ni entre familia y amigos, ni siquiera en sus chistes, en los que abundaba el doble sentido.
En su lecho de enfermo –lúcido hasta el último momento- no abandonó el humor cáustico y social que lo caracterizó, ni la terquedad de sus principios. A mediados de diciembre, cuando fui a visitarlo, me comentó que su hija Hanoi le había enviado una medicina natural a base de moringa, “a ver si me cae bien, porque dicen que esa planta es igual que Mario Zelaya: tiene un montón de propiedades”.
Matías no practicó ninguna religión, pero siempre respetó a quienes la profesaban. En enero, un pariente ofreció llevarle a un sacerdote. Él le dijo: “siento que buscar a Dios en este momento sería como acercarme a un amigo por interés”. Pero abierto como era, lo recibió.
En esa grandeza que lo volvió una figura pública, Matías fue siempre un hombre tímido, pudoroso y reservado. Cómo olvidar su tristeza con el último adiós a su hijo Matías que partía de viaje, y cómo olvidar cuando, minutos antes de morir, sus manos buscaban refugio en las de su compañera Reina, que lo acompañó y cuidó en los últimos 19 años, y a quien dedicó su última mirada llena de ternura. 
Es verdad que la deuda por transformar a Honduras sigue pendiente, pero muchas personas que recibimos sus consejos, sus enseñanzas y su ejemplo, estoy segura que sí somos otras. También es verdad que sin ser confrontativo, siempre tuvo adversarios y enemigos.
Yo no creo que exista un más allá, pero por aquello del margen de las posibilidades del que hablan las estadísticas, puedo imaginar a Matías haciendo reír a nuestros padres y a todos los seres queridos que se nos adelantaron. Mientras tanto, yo comparto el dolor de su pérdida, junto con sus hijos, su compañera, mi hermana, y toda nuestra familia y seres queridos, pero también con los hermanos y hermanas que él procreó –en el más acá- con su espíritu generoso y solidario.
 

 

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