Tegucigalpa.-Cuenta el relato bíblico que Caín, un agricultor aparentemente inofensivo, en un arranque de furia incontenible mató a su hermano Abel, apacible pastor de ovejas, inaugurando así una historia de disputas, desencuentros y hasta encontronazos violentos entre hermanos. A partir de ese lamentable acontecimiento, algunos politólogos de siniestra imaginación crearon el término “cainismo”, para hacer alusión a la ferocidad que a veces caracteriza las luchas internas de los partidos políticos o las organizaciones sociales, y que suele desembocar en actos de verdadero canibalismo grupal.
Con la prudente cautela para no exagerar los juicios de valor, nos parece que el cainismo ha empezado a invadir los modelos de relacionamiento interno que prevalecen en el sistema de partidos del país, especialmente entre los más representativos y beligerantes. La furia mostrada y la virulencia, por ahora afortunadamente solo verbal, que suelen acompañar a los debates políticos en el seno de las agrupaciones partidarias, son una mala señal, indicios preocupantes del clima de crispación y discordia que, poco a poco, se va consolidando en el ambiente político local. Si llegamos a las elecciones de noviembre envueltos en una vorágine de cainismo y canibalismo, lo más seguro es que terminaremos en un aquelarre de prácticas jíbaras, reduciendo cabezas y cortando cabecillas como hacen, con deleite macabro, los indígenas jíbaros que habitan la cuenca amazónica entre El Perú y El Ecuador. ¡Válgame Dios! Nada deseable, por cierto.
En un ambiente semejante, no es fácil impulsar iniciativas de unidad y alianzas. Los nervios están crispados y la sensibilidad política en su punto más alto. Pero que sea difícil no significa que sea imposible. Con la habilidad debida y la paciencia silenciosa de un orfebre, los dirigentes políticos de la oposición, si es que en verdad desean derrotar al régimen autoritario que nos avergüenza a todos, deberán hilar fino y tejer con elasticidad negociadora una plataforma unitaria que les permita lograr el principal objetivo del momento: derrotar al partido de gobierno y, por extensión, al reducido grupo clánico que lo controla y manipula. Si logran ese propósito, Honduras entera se los agradecerá siempre. Si, por el contrario, dispersan sus fuerzas formando alianzas simuladas o “aliancitas” reales, más temprano que tarde sufrirán las consecuencias de una desintegración gradual del sistema de partidos y un colapso total del modelo político electoral vigente. Ya lo verán.
Sabemos muy bien que existen alianzas de todo tipo, pero no es nuestro objetivo hacer aquí la tipología de las mismas. Basta señalar que, a nuestro juicio, el país bien podría necesitar una combinación inteligente de alianzas cupulares, es decir entre dirigentes partidarios, con una red minuciosa de alianzas en la base social de los partidos, tanto a nivel local como departamental. Esto quiere decir que no bastan las alianzas desde arriba, si no se cuenta con una red social de alianzas desde abajo. Después de todo, siempre será más fácil lograr acuerdos entre las bases que a nivel de las cúpulas dirigentes. El ciudadano común, se supone que tiene el sentido común suficiente para saber cuáles son sus aliados naturales a nivel de la comunidad en que habita. Su entorno social se conforma lejos de las pláticas o tertulias que son tan comunes en los corrillos de los centros urbanos del país. El hombre de a pié, sujeto que sufre la miseria cotidiana del sistema, debe ser rescatado para que recupere su condición de elector activo, dejando atrás su mísera condición de votante pasivo.
Es ahí, en la base social de los partidos políticos, en donde hay que buscar la savia nutritiva capaz de transmitirle vida y energía a las alianzas que se tejen y destejen en la cúspide de los partidos y en las negociaciones que se celebran a hurtadillas en las mansiones de los poderes fácticos del país.