Los augures y el cambio climático

Julio Raudales

A lo largo de la historia, siempre ha habido proposiciones fatalistas acerca del futuro, la mayoría de ellos suelen ver el fin de los tiempos en casi todos los fenómenos naturales o artificiales. A comienzos del siglo XX, la humanidad se enfrentaba a un serio problema medioambiental: el estiércol.

En aquel tiempo, la población urbana crecía en forma desmesurada y, dado que el medio de transporte principal eran los coches de caballos, el excremento se acumulaba peligrosamente en las ciudades y causaba hedor, enfermedades respiratorias y tifoideas. Los sabios que proyectaban una explosión demográfica a lo largo del siglo predijeron una crisis ecológica sin precedentes. 

Mas de cien años después de aquellas predicciones tremebundas, el miedo a morir sepultados por la bosta se ha evaporado. Los que no han desaparecido son los augures de la desgracia, quienes aprovechan cada espacio donde pueden hablar, para exhibir, no solo su falta de tacto, sino también su ignorancia.

En la 28 Conferencia de las Partes que se lleva a cabo en Dubai, los científicos serios, cuya opinión intenta resumir el informe del Panel del Cambio Climático de la ONU (IPCC), son mucho menos dramáticos.

Por ejemplo, sobre la subida del nivel del mar (que es el tema potencialmente más peligroso), durante los noventa se decía que subiría un metro, el informe del 2001 dijo que serían 49 cm y el de 2007 dice que el aumento medio será sólo de 34 cm. Hoy, con mayores elementos tecnológicos, la proyección se redujo a 24 cm.

Parece que, a medida que los conocimientos mejoran, las predicciones científicas son cada vez menos pesimistas, cosa que contrasta con la creciente histeria de los profetas de la calamidad. 

La pregunta obligada es: y todo esto ¿cómo lo saben? Los catastrofistas simplemente se lo inventan, por lo que deben ser ignorados. ¿Y los científicos? Pues la verdad es que… tampoco lo saben; lo proyectan con complicados modelos matemáticos. 

Para que las predicciones de esos modelos sean acertadas se necesitan dos elementos. El primero, que los modelos estén correctamente especificados. Sobre esto no voy a opinar porque no soy climatólogo, pero los mismos expertos confiesan que sus modelos actuales son muy imperfectos, ya que el clima depende de muchos factores que no acaban de entender con precisión.

 
Pero, aunque los modelos fueran correctos, acertar en las predicciones requiere un segundo elemento: saber cuántos gases de efecto invernadero va a haber en la atmósfera durante el siglo XXI. Y aquí es cuando abandonamos el terreno de las ciencias del clima y entramos en el de la economía. Entre otras cosas, hay que saber cuál será el crecimiento de la población, su nivel de ingreso, su composición sectorial o la tecnología que se utilizará para producir. No hace falta decir que la capacidad de los economistas de predecir esos factores a cien años vista con algún tipo de fiabilidad es, digamos… ¡nula! 

Y como la ONU sabe que no hay fiabilidad, lo que hace es simular diferentes escenarios: en uno la población (y por lo tanto las emisiones) crece mucho, en otro poco, en uno nos hacemos ricos, en otro no, en uno seguimos utilizando petróleo, en otro no, etcétera. Luego utilizan diferentes modelos para estimar los aumentos de temperaturas bajo cada uno de esos escenarios y los hace públicos en su informe.

Los científicos piensan que con eso solucionan el problema, pero es dudoso: las predicciones sólo son realistas si los escenarios lo son y algunos claramente están lejos. Por ejemplo, en uno de ellos, se hace el supuesto de que el ingreso de los países pobres crecerá hasta los niveles que actualmente tienen los ricos y que, a pesar de ello, la población mundial seguirá aumentando hasta alcanzar los 15.000 millones de personas. Eso es muy poco probable ya que se sabe que cuando sube el ingreso de las familias la natalidad baja.

Claro que incluso los escenarios más razonables son poco fiables, ya que incurren en el mismo error que cometieron los sabios del siglo XIX: ignoran las innovaciones que se van a producir a lo largo del siglo y que ahora no podemos ni imaginar.

Pero lo peor es cuando los políticos que asisten a estos foros, plagados de tanto odio como desconocimiento, se aventuran a invocar causas espurias, como que la crisis actual la provoca el capitalismo, y de ahí parten a señalar acciones impropias para una reunión que debería estar signada por rigurosidad. Al igual que sucede con otros foros internacionales importantes, valdría la pena aprovechar estos espacios para la búsqueda de soluciones colectivas eficientes, en vez de insistir en revelar la supina ignorancia y a demostrar con categoría, por qué estamos como estamos.

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