Por: Víctor Meza
Tegucigalpa.– Así les dicen en algunos países vecinos, agregando un cierto tufillo a desprecio y alusión peyorativa… Son los que van y vienen, les llevan y les traen, los utilizan de relleno indispensable, les necesitan para llenar los vacíos, son los acarreados de siempre.
Los que se agrupan para crear la falsa sensación de apoyo popular para el gobierno de turno. Son los que siempre están ahí, los que no fallan, los que solo tienen voz para corear las loas al infatuado gobernante. Entre más tiránico y aislado es el régimen, mayor es su necesidad de los acarreados. A mayor soledad, mayor también la necesidad de compañía.
Los acarreados son una masa sin rostro o, mejor dicho, dueña de múltiples y variados rostros, que van desde el del vagabundo del barrio, desempleado de siempre, hasta el del funcionario público que disfruta de un cálido y remunerado sitio en las planillas gubernamentales. En la masa acarreada caben el vendedor ambulante, el desempleado ocasional o crónico, el eterno aspirante a burócrata dentro del aparato estatal, el activista político con sueldo asignado y, por supuesto, los miles de empleados públicos amenazados con la posible pérdida de su posición laboral si se niegan a convertirse en rebaño acarreado. Todos ellos, masa multiforme y socialmente variopinta, son conducidos cada tanto a llenar las calles y las plazas públicas para crear la falsa impresión de apoyo al régimen de turno.
Entre más autoritarios y despóticos son los gobernantes, mayor es su necesidad de utilizar a los acarreados para mostrar una fuerza que no tienen y un apoyo político popular tan ausente como irreal. El ego del tirano alimenta su obsesión por las concentraciones masivas, las asambleas unánimes y los desfiles suntuosos. Su vanidad le exige los fantasiosos baños de multitudes y el aplauso forzado, casi siempre mecánico y repetitivo, de la gente. Al ver a los acarreados marchar o escuchar el grito unísono que corea las consignas oficiales, el tiranuelo, recargado con sus complejos de provincia, se solaza y siente que las masas le aclaman, que su poder es sólido y su popularidad incuestionable. El ególatra de campanario engatusa y engaña a su propio ego.
Cada vez que los opositores se movilizan, ya sea en forma organizada o de manera espontánea, el gobernante se asusta, entra en crisis existencial y, por supuesto, solo piensa en movilizar a los suyos, acudir a los acarreados de siempre, traerlos por montones y ponerlos a desfilar para generar la ilusoria imagen del contrapeso público, la falsa visión del contrapoder callejero.
Al ver las columnas de acarreados que le aplauden y vitorean, el tiranuelo entra en éxtasis, se deja invadir por la euforia y, atento y solícito, escucha los gritos de alegría que emiten sus consejeros áulicos, prestos siempre a endulzar el oído del jefe, a certificar la autenticidad del entusiasmo que muestran los miles de acarreados.
Después, al concluir la fiesta, llega la hora del pago, el “pase de lista”, la entrega del bocadillo ansiado. Los burócratas hacen fila y gritan presente para dar base cierta a su presencia, mientras los activistas hojean las listas que contienen sus nombres y ubicación presupuestaria. Los desempleados reciben el billete insultante mientras los demás, masa hambrienta, se disputa en fila atropellada la oportunidad de arrebatar el ansiado trozo de pan de las manos sucias del activista que lo parte y reparte.
Es un triste y vergonzoso espectáculo. Un inmenso mural que refleja la pobreza humillante, la doble moral forzada, el oportunismo desbocado y, no podía faltar, la picaresca simpática que urde triquiñuelas y trucos para alzarse con la doble paga o la triple ración del pan sin sal. Después, en la intimidad de sus casas o en la tertulia acostumbrada de la noche, muchos, la mayoría de los acarreados, dan rienda suelta a sus verdaderos sentimientos y despotrican contra el canalla que los utiliza y somete.
Mientras tanto, en el fulgor de los pasillos palaciegos, el tiranuelo y los suyos celebran el éxito de la manifestación callejera y comparan, entusiastas y falsos, los números de la asistencia y el calor de los aplausos, convencidos de ser la mayoría y de haber superado el grosor y la fuerza de la oposición política. Sumidos en su propio engaño, se dejan envolver por el “pensamiento ilusorio” y la simulada algarabía, a tal punto que no escuchan el clamor que se acerca, el rugido de otra masa, la verdadera, que acumula fuerzas en silencio y prepara, decidida, el golpe de calle final. Para entonces, no habrá acarreo que valga…