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Un viaje azaroso

Víctor Meza

Tegucigalpa. – La noche anterior, Oscar Turcios, uno de los hombres más buscados por la policía somocista, y yo, habíamos discutido por una tontería. Una simple violación a medidas de seguridad insignificantes se había convertido en motivo de discrepancia inútil y enojo desmesurado. A lo mejor, los dos teníamos la razón y el problema no debía pasar a más. Sin embargo, durante todo el vuelo, un larguísimo trayecto de casi diez horas, guardamos silencio y evitamos el diálogo. Una estupidez, sin duda.

Al llegar a nuestra primera escala, bajamos del avión y deambulamos un rato por los pasillos de un aeropuerto, en donde el aire acondicionado no funcionaba. Apenas si lo hacía una máquina expendedora de refrescos, a medio calentar, que exigía monedas norteamericanas para entregar una simple Coca Cola. Yo tenía unas cuantas monedas norteamericanas de 25 centavos, los famosos “quarters”, indicados para obtener al menos una botella de soda. Oscar, discreto y dispuesto a reprimir el tonto orgullo, se acercó y me pidió un ansiado “quarter”. Se lo di, por supuesto, y ahí mismo terminó el absurdo alejamiento.

La siguiente escala era más difícil y arriesgada. Llegábamos a un país en el que los dos no éramos bienvenidos ni bien vistos y, por lo mismo, debíamos conservar identidades distintas y conductas discretas. Sólo estuvimos ahí dos días, por fortuna. Seguimos hacia Praga, la capital de la entonces Checoeslovaquia, en donde nos esperaba, solícito y siempre alegre y medio jodedor, el poeta salvadoreño Roque Dalton, quien acababa de llegar de Paris, en donde había recogido firmas de intelectuales reconocidos, Jean Paul Sartre, Julio Cortázar y Simone de Beauvoir, entre otros, para demandar la libertad del nicaragüense Carlos Fonseca y sus compañeros, entre ellos mi casi hermano Plutarco Hernández, Humberto Ortega y Rufo Marín, presos en Costa Rica desde 1969.

El viaje debía seguir y la ruta ya estaba trazada: Ginebra, en Suiza; Gander, en Canadá; Kingston, en Jamaica y, finalmente, en barco maderero, hacia Puerto Cortés, en la lejana Honduras. Ya en Centroamérica, sería más fácil introducir a Oscar a tierra nicaragüense, a través de la frontera sur que divide a Nicaragua y Honduras. Esos eran los planes, pero el destino era otro.

En Canadá, una tormenta de nieve nos obligó a dormir en Gander, un pequeño poblado que tiene un aeropuerto de recambio y de paso. Conseguimos a última hora una pequeña habitación en la casa de una señora que era más curiosa que servicial. No dormimos, vigilando la curiosidad felina de la dama. Al día siguiente, ya en el vuelo hacia Jamaica, debimos aterrizar de emergencia en un aeropuerto norteamericano por amenaza de un artefacto explosivo en el avión. Para colmo, en el mismo vuelo viajaba la selección de futbol de Yugoeslavia, lo que volvía más riguroso el control y las suspicacias aduaneras.

Por fin llegamos a Jamaica. No sabíamos lo que todavía nos esperaba. Para empezar, luego de instalarnos en una discreta casa de huéspedes, alquilamos un auto sin darnos cuenta que en ese país se conduce al estilo inglés, por la izquierda, y no como lo acostumbramos nosotros, por la derecha. Un pequeño y grande lío.

Pero el verdadero conflicto vino después. Teníamos asegurado un excelente contacto en Puerto Cortés, que nos recibiría y ayudaría a llegar hasta la frontera sur, vecina a Nicaragua. La hija del oportuno contacto, estudiaba en Ginebra y era amiga de nuestros compañeros y aliados. Todo estaba asegurado para un desembarco tranquilo y seguro. Fingíamos ser representantes de firmas farmacéuticas multinacionales, y nuestro contacto, a nivel local, se dedicada a ese mismo rubro.

Sin embargo, a la medianoche de la víspera del viaje, recibimos una llamada de Ginebra ordenando suspender el viaje. Uno de nuestros compañeros, un profesor mitad norteamericano y mitad nicaragüense, embriagado al extremo, se había sobrepasado en sus pretensiones con la hija del contacto y, ésta, furiosa y decepcionada, había llamado a su padre pidiéndole su rechazo a nuestra llegada y la negación de ayuda.

Debimos cambiar la ruta, el medio de transporte y las fechas de abordaje. Cambio de planes. Un total descalabro. Pero, ésta, ya será otra historia.

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