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La voz interior

Por: Pedro Gómez Nieto
Asesor y Profesor CIS

Decía Albert Einstein que la peor forma de educar es utilizando métodos basados en el temor, la fuerza, y la autoridad, porque de esa manera se destruye la sinceridad y la confianza, y solo se consigue una falsa sumisión.

Los que pertenecemos a la generación del «hoyo de pan con aceite», cuyos padres y abuelos se convirtieron en forzosos actores de una guerra civil fratricida, conocemos en carne propia esa reflexión.

Fui creciendo a la luz de lámparas de petróleo y velas, cada vez que se iba la electricidad por racionamiento. El espacio físico que compartía con mis padres era una cuartería en una casa comunal de dos plantas ocupada por cuatro familias, dieciséis personas, un solo retrete comunitario, y un pozo de agua en el centro del patio a cielo abierto. Me lavaba en una jofaina y duchaba en un barreño de zinc. Mientras mi madre me echaba agua con una regadera yo me frotaba el cuerpo con un estropajo de esparto untado de jabón “Lagarto”. Estudiaba la “Enciclopedia Bruño” en un colegio público, y recuerdo regresar a casa con las palmas de las manos calientes y amoratadas, cortesía de la vara del maestro por haber hecho mal las tareas. En ese colegio no conocieron a Einstein… Tampoco mi madre, cuya alpargata, agarrada con prontitud y vehemencia, sacudía el polvo del trasero de mis pantalones cada vez que la desobedecía.

Aunque en 1959 la Asamblea General de las Naciones Unidas había aprobado la Declaración de los Derechos del Niño, la noticia nunca la conocimos porque desde 1938, en España, los medios de comunicación estaban controlados por el Estado, a través de la Ley de Prensa. El profesor de Historia Contemporánea, Diego González, escribía sobre la censura de posguerra: “El periodismo era concebido como una actividad de servicio al Estado; el periódico, como un instrumento de acción política; y el periodista, como un trabajador más de la Administración aunque su salario fuese pagado por una empresa privada”. A pesar de recibir una educación espartana, no recuerdo sufrir maltrato. Siento que fui querido, aunque no me lo dijesen con palabras, caricias, ni mimos, y alguna vez pensara que era una carga para la familia.

Tiempos difíciles donde se trapicheaba con las cartillas de racionamiento y escaseaba la comida, no siendo normal ver perros ni gatos en las calles… Tazón de leche caliente con pan migado para desayunar, potaje de legumbres para almorzar, hoyo de pan con aceite para merendar, sopa de fideos con huevo para cenar. Legumbres que traía en un saco mi tío Rafael, hermano de mi madre, y de las que comíamos todos los días hasta que se terminaban, llegando el siguiente saco cuando llegaba… Una de las familias era la de Miguel Adarve, guardia civil, con cinco hijas, que tuvo la feliz idea de montar en la azotea un palomar, no porque fuese aficionado a la colombofilia sino para poner de vez en cuando algo de carne en la perola.

Generaciones de posguerra que aprendimos a valorar las cosas por el sacrificio que costaba conseguirlas. A tomar aceite de hígado de bacalao para evitar el raquitismo. A compartir la merienda con el amigo que ese dia le tocó quedarse sin comer, y te miraba mientras devorabas el hoyo de pan mojado en aceite y azúcar. A salir a la calle con los pantalones zurcidos y un trozo de cartón, a modo de plantilla, tapando el agujero que tenías en la suela del zapato. A sentarnos por las noches alrededor de la mesa camilla de la sala comunitaria, calentarnos en el brasero de picón encendido debajo de las enagüillas, y escuchar canciones de Antonio Machín en la radio de válvulas. A dormir en un colchón de lana de oveja o de virutas de corcholina, el orinal debajo de la cama y el botijo en la ventana para que el relente enfriase el agua. Años que recuerdo con morriña, en los que comencé a prestar atención a la voz que me hablaba desde mi interior, que siempre me recordaba que mis acciones eran observadas aunque estuviese solo. La conciencia, la voz del alma que desde entonces acepté que dirigiera mi vida aunque algunas veces no le hiciera caso.

“Nunca traté de imitar a nadie, he mirado hacia adentro y seguido la voz interior”

                                                                                                             -John Burroughs-     

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