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La violencia roba infancia a los menores migrantes que buscan un futuro mejor

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México – La violencia que vive la región pone fin a la infancia de miles de niños que se ven obligados a cambiar sus juegos por una misión tan arriesgada como la de emigrar al norte en busca del futuro que su país no les puede dar.
 

Según datos de organizaciones de derechos humanos y de autoridades migratorias, cada vez son más los niños que viajan solos. Prefieren enfrentar los riesgos de la ruta a seguir viviendo en sitios en los que cada día puede ser el último.

«Allí donde vivíamos nosotros uno no puede salir a la calle. Te obligaban (las maras) y te decían que si no te metías, te iban a joder».

Jeycer tiene 16 años y un objetivo claro: llegar a Estados Unidos y encontrarse con su madre que vive allí desde hace doce, cuando dejó a sus hijos en Honduras buscando un futuro mejor.

Él tenía 4 años, su hermano Jonathan, que lo acompaña en el viaje, tenía 3. Casi no la recuerdan. «Ni me recuerdo de cuando me dejó. Por internet la miro y me conecto a Facebook, pero no la puedo tocar», cuenta a Efe por teléfono.

Ella vive en Las Vegas y es indocumentada, pero a estos adolescentes no les importa lo que harán al llegar, solo quieren dejar lejos San Pedro Sula, donde cada día recibían presiones de las maras.

Jeycer y Jonathan hablan desde un teléfono de «La 72», un refugio para migrantes ubicado en el municipio de Tenosique, en el sureño estado mexicano de Tabasco, al que cada día llegan más niños solos.

Fray Tomás González, el director, lleva la cuenta de quienes paran allí para tomar un respiro: del total de migrantes en 2013, el 10% eran menores no acompañados, este año la cifra ya está en el 17 %.

«Están entrando muchas mujeres y menores acompañados y no acompañados, entre 9 y 17 años», explica a Efe y añade que la mayoría vienen de Honduras, El Salvador y Guatemala.

Llegan por diversas causas, porque sus padres los abandonaron de niños y deciden partir en busca de un futuro mejor, o por violencia intrafamiliar o porque viven en zonas marginales o dominadas por la delincuencia.

Si ya de por sí es peligrosa la ruta por México, llena de controles migratorios y de organizaciones criminales que han tomado a los migrantes como nuevo negocio, para los menores los peligros se multiplican.

«Los niños no suelen estar totalmente con un entendimiento de la cuestión migratoria (…), no entienden de los flujos migratorios ilegales o saben muy poco y no se imaginan lo que les espera en el camino, o lo que les pueden hacer las autoridades», cuenta González.

EE.UU. abrió las alarmas al anunciar que había detenido en la frontera a más de 47.000 niños no acompañados en los últimos ocho meses, el doble de la cifra reportada los ocho meses previos, y prometió 254 millones a Centroamérica para programas sociales y de seguridad.

Y también hace unos días el Instituto Nacional de Migración (INM) mexicano publicaba sus cifras: 6.330 niños deportados de enero a mayo de 2014 (en 2013 fueron 8.577 y en todo 2012, 5.966).

Pese a que este último presenta las deportaciones como un rescate y «reintegro a su seno familiar», las organizaciones de derechos humanos aseguran que casi nunca es lo mejor devolverlos a sus orígenes y que migración olvida muchas veces lo básico, que son niños antes que migrantes.

«Las políticas de protección de derechos de la infancia están por encima de cualquier norma migratoria y en ocasiones se ve al revés, pero debe prevalecer el interés superior del niño», dijo a Efe Karla Gallo, oficial de Unicef México.

Los derechos de los niños «no terminan en una frontera», sino que van con ellos y «donde se encuentren tienen que verse protegidos y garantizados», apuntó.

«La 72» de Tenosique está en la ruta del tren de mercancías «La Bestia», llamado así por la dureza de su trayecto, algo que Jeyzer y Jonathan están a punto de comprobar.

Aunque este es el medio utilizado por la mayoría de los migrantes, según ha comprobado Marta Sánchez, directora del Movimiento Migrante Mesoamericano, no es el más usado por los niños, que «viajan por otras rutas».

Fundamentalmente con «polleros» o traficantes de personas en autobuses o coches particulares, que les cobran entre 3.000 y 6.000 dólares, muchas veces pagados por esos padres desesperados que los esperan del otro lado.

«Estamos viendo un ambiente muy diferente en la gente que está saliendo. Vienen muy desesperados, no tienen opciones, se arriesgan a lo que sea porque en sus países no se pueden quedar», asegura la activista.

Hace unos días, cuenta, habló con una de las madres en ruta que traía niños chiquitos. «Le pregunté por qué los traía y me dijo que ya le habían matado a los dos mayores y no se iba a quedar a que le mataran a los que le quedaban».

A Jeycer y Jonathan fue su propia madre la que los alentó a hacer el viaje, pese al riesgo de no volverlos a ver. «Ella ya tenía miedo porque nosotros le contábamos», dice el hermano mayor.

Todavía no han sufrido ningún percance en el camino y sostienen que sí conocen los riesgos de los casi 4.000 kilómetros que les faltan por recorrer hasta llegar a casa de su madre y poderla por fin abrazar.

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