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El valor de una moneda

Por: Armando Euceda

Me agrada contar la historia de una moneda de un centavo de dólar. Aunque inverosímil, es verdadera.

Recuerdo su esencia aunque a mi memoria, en este caso, la traicionan los detalles. A la persona que hoy en día posee esa moneda le asiste un privilegio que no tiene valor de mercado. La moneda, en realidad, tiene un valor medible únicamente en la escalera de ascenso del conocimiento.

La moneda, acompañada de millones de hermanas, salió del tesoro estadounidense y vio la luz pública, un día cualquiera del año 68. No era una moneda cualquiera: ese mismo año, como queriendo mostrar lo inútil que son las guerras, viajó en medio del auge de los hippies y las protestas de mayo en París, estuvo en la primavera de Praga y en la Plaza de las Tres Culturas en México.

No conozco más detalles del viaje de la moneda. Pero un día de tantos, en el campus de la Universidad de Princeton, un profesor universitario, John Wheeler, la recibió de manos de un cajero de supermercado.

Años después, en la Universidad de Texas en Austin, en el semestre de otoño de 1978, se anunció que el profesor Wheeler impartiría un curso para estudiantes de doctorado. Como era de esperarse, por la fama del profesor, muchos estudiantes, aún los que ya habían cursado la asignatura, querían escucharlo.

En la primera clase el profesor estableció las reglas del juego y él mismo se impuso la regla que todo profesor universitario debe respetar: en el mundo universitario se busca la verdad en la fiesta de las ideas.

» Les propongo una apuesta». dijo el profesor Wheeler sonriendo: «Tengo en mi bolsillo una moneda de un centavo. A la persona que a lo largo del semestre, descubra que he cometido un error en la presentación de un tema científico o que por descuido he enunciado una idea científica de manera ambigua», dijo pausadamente, «le regalo la moneda».

El profesor Wheeler continuó impartiendo su primera clase y, cerca del final, recordó que había olvidado decirle algo a sus alumnos: «la moneda, jóvenes-dijo con seriedad-ha estado en mi bolsillo durante muchos años.»

Llegó la primavera y luego el verano del 79. Siguieron otras estaciones y Wheeler -profesor de toda estación- continuó en posesión de su moneda.

Hace un par de meses, un amigo y colega que conoce al profesor Wheeler, me escuchó contando la historia de la moneda. «Te tengo una buena noticia», dijo mi amigo. Sonriendo y con satisfacción agregó: «Un joven inquieto, responsable y estudioso, que tiene apetito por la ciencia, que está decidido a continuar deshilando los misterios de la naturaleza,  le ganó recientemente la moneda al profesor John Archibald Wheeler!»

La apuesta confirma el respeto que un buen docente tiene por sus alumnos, al grado de no darse tregua, esforzándose para que el error y la ilusión, la displicencia o lo mediocre, no tengan posibilidad de contagiar su función docente.

Conozco profesores que se esmeran por enseñar a sus alumnos que lo extraordinario se logra cuando lo cotidiano se hace bien, cuando hacemos las cosas simples con el mismo esmero que requieren las cosas complejas.

Quizás, todo profesor debería preguntarse si sus alumnos encuentran en su enseñanza una moneda como la de Wheeler, a la que un día, con estudio y dedicación, podrían aspirar. La tragedia es nunca haber ofrecido una o haberlas perdido todas.

Publicado en El Heraldo, en Tegucigalpa, Honduras, en abril del 2003.

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