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Bachelet vincula su plan anticorrupción con una nueva Constitución para Chile

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Santiago de Chile – Haciendo de la necesidad virtud, la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, ha decidido vincular su anuncio de un severo plan para luchar contra la corrupción con la elaboración de una Constitución plenamente democrática que ponga fin a los últimos resquicios legales de la dictadura.

El descrédito que los escándalos están provocando en un país que hasta hace poco era considerado un modelo de probidad ha llevado a la mandataria a anunciar un ambicioso programa para acabar con «las irregularidades, la corrupción y las faltas a la ética».

Pero en un ejercicio que algunos consideran audaz y otros inoportuno, la mandataria ha decidido asociar este plan con el inicio de un debate que conducirá a la elaboración de una Carta Magna «plenamente democrática y ciudadana».

Meses atrás, cuando estallaron los primeros escándalos, pareció que el problema de la corrupción afectaba exclusivamente a la derecha, varios de cuyos representantes se vieron salpicados por la financiación irregular de sus campañas electorales.

El Gobierno dejó entonces que la oposición, ya bastante maltrecha de por sí, se desangrara con el continuo desfile de políticos y empresarios ante la fiscalía.

Pero la situación cambió cuando la ola de sospechas alcanzó a la Nueva Mayoría y al Gobierno. La confianza de los chilenos en sus instituciones, y en especial en la jefa de Estado, se empezó a fracturar de forma inquietante.

Fue entonces cuando sonó la voz de alarma y las llamadas a la regeneración ética se extendieron por todos los rincones del espectro político.

El Gobierno había reaccionado de manera tardía. De hecho, la presidenta se demoró varias semanas en condenar explícitamente los oscuros negocios inmobiliarios de su nuera, Natalia Compagnon, que habían salido a la luz por una denuncia periodística.

El escándalo salpicó a su propio hijo, Sebastián Davalos, quien finalmente se vio forzado a renunciar como director sociocultural de la Presidencia, un cargo que ejercía sin percibir retribución económica alguna.

Nadie se ha atrevido a cuestionar la honradez de la mandataria, pero sí la de su entorno familiar (caso Caval) y político (caso Soquimich).

Las imputaciones de tráfico de influencias y uso indebido de información privilegiada por los que están siendo investigados Dávalos y Compagnon han sido un torpedo en la línea de flotación del proyecto reformista de Bachelet, cuyo principal objetivo es, precisamente, acabar con la desigualdad.

La fama de Chile como país incorruptible, dotado de gobiernos, funcionarios y policías a prueba de sobornos, empezó a resquebrajarse. El prestigio internacional quedó en entredicho.

Fue entonces cuando Bachelet decidió tomar las riendas de la situación y eligió para ello una tribuna de gran proyección mediática, un encuentro con la prensa extranjera en el que entre otras cosas desmintió los rumores sobre su supuesta renuncia.

A continuación, la presidenta nombró una comisión de expertos a los que dio un plazo de mes y medio para que presentara una batería de medidas anticorrupción.

Y tras tomarse unos días para analizar las numerosas resoluciones de este consejo asesor, Bachelet anunció en cadena nacional de radio y televisión un duro plan anticorrupción que contiene tanto proyectos de ley como medidas administrativas, todos ellos de rápida implementación.

El programa combina medidas preventivas, como la eliminación de las aportaciones anónimas y reservadas a las campañas, el control de las recalificaciones urbanísticas y la creación de un registro de lobistas, y acciones punitivas, como la pérdida del escaño a quienes incumplan las normas de gasto electoral.

Pero lo que nadie se esperaba era que la presidenta conectara el proceso de regeneración institucional con una de las medidas polémicas y trascendentes de su programa de gobierno, dotar a Chile de una nueva Constitución.

La inesperada iniciativa ha sorprendido con el paso cambiado tanto a la oposición, que apenas ha alcanzado a balbucear algunas críticas, como al sector más radical del electorado de la Nueva Mayoría, partidario de que la Carta Magna sea debatida en una Asamblea Constituyente.

El tiempo dirá si la audaz decisión de la presidenta sirve para resolver dos problemas de un golpe o para abrir un nuevo frente de crisis.

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